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El Paraíso de la sala de estar

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Kent Rogowski. Love=Love series, 2006. Courtesy of the artist.

Hemos tardado mucho en darnos cuenta de que todo es un simulacro. Es un espejismo la realidad, pues la construimos y reconstruimos constantemente, no sólo a partir de nuestra memoria y nuestros deseos, sino de los arquetipos que a través del tiempo se han convertido en una tipología a veces kitsch, a veces monótona y a veces invisible. La literatura, el cine, y las artes plásticas han idotejiendo a nuestro alrededor una tupida red de apariencias y visiones que nos hacen sentir que vivimos en un decorado, un escenario en el que se va a rodar una película no siempre de final feliz. Decía Oscar Wilde que si la naturaleza hubiera sido confortable, la humanidad nunca hubiera inventado la arquitectura. Él prefería las casas al campo, incluso al jardín. “¡La naturaleza es tan incómoda!”. Es inevitable estar de acuerdo con él, aunque Oscar Wilde decía muchas cosas, y asociaba la buena forma física con la estupidez mental…. Y tal vez en eso, sólo tal vez, no tenía toda la razón. Lo que es cierto es que la humanidad ha ido paulatinamente dándole la espalda a la naturaleza, cerrándole la puerta del jardín, alejándose de ella por imperativos de la evolución, del desarrollo.

Si el paisaje es una construcción cultural, la naturaleza es un recuerdo desvaído

Nos hemos vuelto ciudadanos, vivimos en las ciudades, en las que un árbol, tal vez un parque, un jardín a veces, unos tiestos de vez en cuando, conforman la idea de naturaleza. Si el paisaje es una construcción cultural, la naturaleza es un recuerdo desvaído. Parte de una memoria colectiva que se aleja cada vez más rápido y de la que cada uno tiene una añoranza diferente. Nos hemos ido alejando de la naturaleza, pero la idea de lo que es, de la apariencia de la naturaleza, la hemos reconstruido, la hemos domesticado y la hemos convertido en elemento decorativo. Como todo lo perdido, la naturaleza se fija en nuestro inconsciente más profundo, y ese inconsciente hace que nos compremos una camisa de flores, un vestido que parece un jardín; hace que llenemos la casa con jarrones de flores, que guardemos flores secas entre las páginas de un libro… Porque, no sabría explicar el porqué, asociamos la naturaleza con el amor perdido, con la juventud que se fue, con una infancia alegre, con un fin de semana divertido, con unas vacaciones exóticas, con lo sano y con la tristeza, en fin, que es como una sombra que nos envuelve, y cuando estamos alegres pensamos en un amanecer, y cuando tristes en un campo desolado; el inicio del amor es la primavera con sus flores que se abren; la vejez, el invierno con la nieve en las montañas. Y sobre todo, ya que seguimos este camino, la naturaleza y la cursilería van juntas de la mano por caminos de flores de plástico y verde eléctrico. Y es que, citando nuevamente a Oscar Wilde: “La naturaleza tiene buenas intenciones, desde luego, pero, como dijo una vez Aristóteles, no es capaz de llevarlas a la práctica”.

Si, la naturaleza hoy vive, está en el mantel de la cocina, en el marco de los retratos de la abuela, en el búcaro de flores esmaltadas, en la lámpara de la mesilla estilo Lalique… y en la toalla de la playa, y en los carteles que adornan e intentan alegrar la sala de espera del dentista, en los fondos decorativos de las películas antiguas, en los restaurantes chinos, con sus cascadas imposibles, en los restaurantes suizos con sus cimas nevadas y sus flores de edelweiss. Vive, palpita, en esos vestidos de flores de todo tipo y color que llevan millones de mujeres a través del ancho mundo, de todas las culturas y edades. Está en todas partes, en la lencería fina y en el papel pintado de lujo fabricado en Inglaterra, en la filosofía oriental y en el kitsch occidental. Porque si algo caracteriza a esa naturaleza que hemos trasladado a nuestras casas, a nuestro vestuario, al día a día de una vida de ciudad, es el mal gusto, el estilo relamido y recargado. Todo lo que realmente poco o nada tendría que ver con la naturaleza tal y como algún día, ya lejano, debió de ser.

Naturalmente esta presencia, casi se podría decir esta ocupación, de nuestra vida cotidiana por ese sucedáneo industrial de la naturaleza no le ha pasado desapercibida a los artistas actuales. Tal vez alguien pueda pensar que el contenido de esta revista ha sido el fruto de una investigación sesgada y rebuscada, que hemos escarbado en lodazales, y como don Juan Tenorio, escalado cimas y bajado a valles para encontrar estas imágenes, pero lo cierto es que esta presencia, convertida en tema, está a la vista en decenas de artistas que la han tratado y desarrollado como un asunto central en su trabajo, y un poco, sólo un poco, más oculto en el trabajo de muchos más, de cientos de artistas, fotógrafos, que en algún momento, no ya en series pero si en imágenes puntuales, han reparado en esta presencia casi del ultramundo que son las flores, las cenefas de hojas, los estampados de camuflaje, los papeles pintados, los carteles, las vallas publicitarias… Ese paisaje artificial y a veces imposible nos rodea constantemente, de tal forma que a veces de tan presente se nos hace invisible. Son artistas de todos los puntos del mundo, de edades, culturas y procedencias diferentes, lo que demuestra la universalidad y actualidad, el interés del tema de esa naturaleza reconstruida.

El tratamiento que los artistas que reunimos en esta revista hacen de estos otros paisajes, de esta naturaleza de plástico y papel, de nylon y cretonas, es entre irónico y cínico. A veces lleno de sentido del humor, otras frío y analítico. Para muchos es un guiño lleno de humanidad, para otros un acercamiento al estudio del diseño geométrico, de la repetición como estructura mental. Siempre es una muestra de cómo somos, de cómo vivimos. Hoy se habla mucho de la fotografía documental, de ese nuevo documentalismo tan diverso, y sin duda estas fotografías también son un documento de quienes somos, de lo que queremos y de lo que hemos perdido. En el fondo todas estas imágenes nos están hablando de nuestro deseo de naturaleza, de la necesidad de revivir esa idea de belleza y paz, de tranquilidad y plenitud que asociamos con la naturaleza. Naturalmente no hemos podido recobrarla empapelando el pasillo, ni poniendo un póster de una playa tropical para tapar la mancha de humedad de la pared, ni decorando estilo Laura Ashley la habitación de las niñas. Pero lo cierto es que hemos intentado construir el paraíso en la sala de estar, para poder vivir mirando el mar en un piso interior de cuarenta metros, y desde la cocina, a través del calendario colgado en la pared, nos asomamos a los verdes campos de Irlanda… Un sueño, una mentira, una necesidad, que alimentamos todos de una manera o de otra, con más o menos elegancia, con más o menos convicción, pero con un mismo afán. Recobrar lo que nunca tuvimos parece ser el lema de este deseo imposible de cumplir, y para ello recurrimos a los delfines de cristal, a la mezcla de unas flores con otras, a la superabundancia de lo que nunca llegó a estar junto en la realidad. Y, siempre, a creer que es en la naturaleza donde reside esa única posibilidad de ser felices, de perfección, de reencontrarnos con nosotros mismos, o simplemente con lo bueno que seguimos creyendo que hay en nosotros. Más allá de la decoración y del buen o del mal gusto, lo que buscamos es la plenitud y la belleza sin pararnos a pensar que la naturaleza tal vez sea otro engaño, que nunca fue tan perfecta ni tan bella, que finalmente todo está simplemente en nuestra imaginación que nutre nuestros deseos, no sólo imposibles sino absurdos. Porque posiblemente la naturaleza no sólo no sea confortable sino tampoco perfecta, y tal vez esa belleza que le adjudicamos no exista más que en nuestros ojos y es por eso que su representación no llega a satisfacernos, porque se parece demasiado a la realidad, porque en nuestras vidas de urbanitas ya no hay sitio más que para una camisa de flores, una camiseta hawaiana, un póster de publicidad de viajes exóticos, algún adorno concreto, que eso es hoy, ya para siempre, lo que de la naturaleza va a sobrevivir. Que a lo mejor, o a lo peor, nos pasa lo que a le pasaba a Oscar Wilde: “Cuando miro un paisaje no puedo evitar ver todos sus defectos”.