Como probablemente pase con la mayoría de mis contemporáneos, nacidos entre fines de los ‘cincuenta y principios de los ‘sesenta, la fotografía fue para mí, desde el principio, una suerte de segunda naturaleza, algo que no se ofrecía a la contemplación -como un cuadro o una escena de teatro- sino más bien que nos contemplaba a nosotros, una mirada vigilante, algo que nos envolvía: eso que se llama un elemento, en el que uno respira, flota y a veces se hunde y que, de tan presente, ha terminado por volverse imperceptible. La fotografía estaba en todas partes. Era ubicua pero no central, o su centralidad, en todo caso, era paradójica, a la vez fuerte y difusa. Hacía falta, pues, que otra cosa me revelara su presencia, y que me la revelara en su espesor, su opacidad, como algo digno de ser mirado de verdad, es decir: pensado. (Así, la fotografía quedaría para mí marcada por una cierta vicariedad, como eso que siempre viene adentro de otra cosa, incluido, tematizado, comentado, contrabandeado por un continente que nunca se deja confundir con ella.) Esa otra cosa, en mi caso, fue la literatura. Fue un relato de Julio Cortázar, “Las babas del diablo”, un relato de los años 50´s incluido en el libro Las armas secretas, lo que hizo que yo, que llevaba años ya expuesto a sus radiaciones, descubriera la fotografía.
Resumo el argumento del cuento, aunque puede que sea innecesario a esta altura del partido, después de Antonioni y Blow up. La acción transcurre en París. Un traductor francochileno llamado Roberto Michel, fotógrafo amateur en sus horas libres, sale un domingo de invierno a cazar fotos por la ciudad. Vaga, pierde el tiempo y se deja llevar, en uno de esos trances de atención flotante a que lo predispone el ocio, hasta que llega a la isla Saint-Louis y tropieza con una escena -la primera, la única- que le interesa: un chico, un adolescente, y una mujer rubia, bastante más grande, vestida con un abrigo de piel, trenzados en una negociación equívoca, en la que un hombre de sombrero gris metido en un auto junto al muelle parece tener alguna clase de oscura participación. Michel saca la foto, sus modelos lo descubren, el chico huye. La mujer increpa al fotógrafo, el hombre de sombrero gris sale del auto y avanza hacia él con aire amenazante.
El acto dos del relato, quizás el más importante, tiene lugar después, cuando Michel, otra vez en su departamento, intenta seguir adelante con el libro que está traduciendo y mira cada tanto la ampliación de la foto de la isla que ha clavado en la pared de enfrente.…
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