post_type:texto_central
Array ( [0] => 81980 [1] => 81981 [2] => 81982 [3] => 81983 [4] => 81984 [5] => 81985 [6] => 81986 [7] => 81987 ) 1
size_articulos_ids: 8
Current ID: 81980
Current pos: 0
Articulo anterior: La ciudad ideal
Articulo siguiente: Berlín
prevID: 81979
nextID: 81981
anterior

Interceptando la ciudad

siguiente

José Manuel Ballester. Pekín 1, 2004. Cortesía del artista, Galería Estiarte, Madrid, Galería Distrito Cu4tro, Madrid, y Galería Antonio de Barnola, Barcelona

“Retomado alegremente nuestro camino, comenzamos bien pronto, con una auténtica fiebre encima, a dirigir la mirada para discernir Roma; y cuando finalmente, después de una milla o dos, la ciudad eterna se mostró a la vista en la lontananza, nos pareció, -tengo casi miedo de decirlo- nos pareció ver Londres. Bajo una superficie de densas nubes se dibujaba, destacándose en el cielo, una selva de torres y de campanarios, una multitud de techos y chimeneas, y, sobresaliendo sobre cada edificio, una cúpula. Os juro que mientras yo mismo sentía que el parangón a primera vista parecía absurdo, no obstante lo que teníamos delante de los ojos se asemejaba tanto a la vista de Londres, en la lontananza, que si alguien me la hubiese mostrado pintada en un cuadro, yo no habría podido tomarla por otra cosa”.

Esto escribió Charles Dickens, de visita por Italia en el lejano 1845. Roma como Londres, o incluso París: “Habíamos pasado el Tiber por el Ponte Molle, dos o tres millas antes de la ciudad… no encontrábamos las grandiosas ruinas, los augustos restos de los templos antiguos, pero veíamos largas calles con casas y tiendas, tal y cómo se pueden observar en cualquier otra ciudad de Europa. Veíamos gente atareada, tripulaciones, más gente que paseaba por aquí y por allí, y un gran número de forasteros que charlaban entre ellos. No era mi Roma, la Roma como se la imagina uno, sea hombre o muchacho, degradada, caída, yaciente en el sueño bajo un tranquilo rayo de sol, entre cúmulos de ruinas; no, ella no tenía otro aspecto más diferente al que podría tener la plaza de la Concordia de París. Un cielo encapotado, una lluvia fría y desapacible, fango por las calles, a todo esto estaba yo preparado incluso antes, pero no a todo el resto que os he dicho…”.

Illustration
Wolfgang Tillmans. The Colour of Money, 2004. Courtesy of the artist
Balthasar Burkhard. Los Angeles, 2003. Courtesy Blancpain Stepzcynski Galerie, Genève

Partidos a la búsqueda de lugares auténticos, de sitios donde la Historia se ha depositado a sí misma, abandonados al intento de “sorprenderme a mí mismo, con encontrarme de improviso delante a éste o aquel edificio que me era conocido por haberlo visto en las estampas, como la columna de Trajano, el Panteón, el templo de Vesta, la pirámide de Caio Cestio…”. Como le sucede al historiador prusiano Fernando Gregorovius siete años más tarde, las reflexiones y turbaciones de Dickens vuelven inexorablemente a algunos de los temas candentes del siglo veintiuno, es decir de nuestro siglo: a la pérdida de identidad y especificidad de los lugares, a la resignación que conmueve a quien intenta materializar rincones de la memoria o fragmentos de iconos universales y cada vez debe rendirse a las nuevas imágenes creadas del cruce frenético de pueblos y culturas, del turismo desacralizador y homogeneizante, a la atmósfera que algunos lugares ya impregna.…

Este artículo es para suscriptores de ARCHIVO

Suscríbete