La ciudad ideal era la que los dioses construían para que en ella vivieran los hombres. Las razones para asentarse en un lugar o en otro, para levantar sus muros hacia uno u otro lado, procedían de los consejos de los sabios; las ideas de sanidad, defensa o respeto hacia las divinidades marcaban este origen del lugar en el que se desarrollarían los pueblos. Muchos de estos asentamientos primitivos han ido dando paso, por superposiciones históricas, a las ciudades actuales. Y hemos visto que las reglas de los dioses no siempre eran las más adecuadas para protegernos ni de los enemigos ni de las inclemencias del tiempo. Ciudades construidas sobre ríos, sobre terrenos insalubres, de espaldas al mar, en contra del viento… Si las reglas de los primeros arquitectos eran contradictorias entre sí, también había otras que todavía hoy en día sustentan las bases del urbanismo. Pero la ciudad es mucho más que urbanismo, mucho más que arquitectura. La ciudad representa una cultura, una comunidad de personas, la ciudad está definida por los ciudadanos. Aristóteles, en La Política, definía la ciudad como “un perfecto y absoluto conjunto o comunión de muchos pueblos o calles en una unidad”.
De las razones religiosas y los consejos sagrados, se fue desplazando hacia una lógica social y económica y, sobre todo, militar. Empezaban a pesar más los intereses de los hombres que los de los dioses. La ciudad se convierte entonces en un símbolo de humanidad y de civilización. Hasta nuestros días, es en la ciudad en donde pasan las cosas. Donde se sitúa el gran comercio, donde la cultura se desarrolla, donde el poder se concentra. Y es en la gran ciudad donde hay que vivir para estar dentro del mundo. Pero paulatinamente, el excesivo y brutal desarrollo de la ciudad, la especulación del territorio y la difícil convivencia de muchos en una sola unidad que se deshace en niveles sociales y económicos, marcados mucho más cruelmente en el nivel de bienestar que nunca antes había sido estructurado, hace que se inicie una salida de la ciudad hacia las periferias, hacia el campo.
Muchos de estos asentamientos primitivos han ido dando paso, por superposiciones históricas, a las ciudades actuales
Pero la ciudad extiende sus redes a través de los medios de comunicación, carreteras, redes viarias de todo tipo, funcionan como nervios de aproximación a la gran ciudad. Y se generan ciudades medianas y pequeñas a semejanza de las grandes ciudades, y hasta los pueblos más pequeños comienzan una mutación imparable. El modelo occidental de ciudad se ha extendido de tal forma que hasta en Oriente la evolución de sus ciudades sigue la misma pauta, si bien desbordando los moldes y dotándolas no sólo de una magnificencia y espectacularidad muy característica, sino duplicando las fallas de estas grandes ciudades que se empiezan a deteriorar física y conceptualmente en Europa: la injusticia, el desaliento, la masificación, la falta de comunicación, la estructura en castas y niveles sociales. La existencia de las ciudades-dormitorio junto al crecimiento dramático de la población da origen a hacinamientos como las favelas o los ranchitos en países como Brasil o Colombia, pero también en Europa, en Estados Unidos, y en todos los lugares del mundo. Así, la población se relaciona de maneras muy diferentes en estas junglas en que se han convertido las grandes ciudades. La superpoblación genera un crecimiento masivo de los barrios periféricos y un despoblamiento de los centros históricos, habitados ahora por oficinas, bancos, tiendas de lujo y unos pocos que pueden, económicamente, hacer frente a los precios imposibles que se convierten en el gran enemigo del ciudadano.
Todas las ciudades son, hoy, parecidas. Y el viajero cosmopolita las recorre sin descanso, a veces buscando esa identificación del paisaje con su propia experiencia, a veces intentado encontrar lugares todavía vírgenes en los que no haya los mismos hitos ciudadanos que definen la cultura de hoy: el puesto de comida rápida, el museo, el semáforo… lugares diferentes por poco tiempo. Y entre las ciudades, esos lugares románticos unas veces y fríos otros, territorios de la narración, lugares también intermedios y sin identidad, cuyo único fin es situarnos en un tiempo sin límites reales, de sensaciones abstractas, en un lugar de tránsito: aeropuertos, estaciones, carreteras, autopistas…
Un mundo cuyas ciudades y paisajes se parecen cada vez más, hasta el extremo de que pueda dar igual estar en un sitio o en otro
Entre lo ideal y lo real nos movemos, asistiendo a un desarrollo en diferentes velocidades, cada vez más vertiginosas, por las ciudades de un mundo cambiante, un mundo cuyas ciudades y paisajes se parecen cada vez más, hasta el extremo de que pueda dar igual estar en un sitio o en otro. Si eliminásemos aquellos edificios característicos de nuestras ciudades, los monumentos que las diferencian parcialmente, si sólo estuvieran formadas por las calles más normales, allí donde vivimos todos nosotros, no podríamos distinguir Milán de Bruselas, ni Chicago de Hamburgo. Queda Oriente, pero ¿cómo diferenciar un suburbio de Shanghai de otro de Hong Kong? Al final, la magia de las ciudades queda plasmada en unos nombres llenos de referencias de viajes, de experiencias, de lecturas, de planos y mapas, de mitos.
Decir Roma, Londres, París, Berlín, Amsterdam o Atenas no es nombrar un lugar cualquiera, es recordar el origen de Europa, de una cultura que es la nuestra. Pero decir México D.F., São Paulo, Tokio, Shanghai, Pekín (Beijing), es nombrar las megalópolis, una forma diferente de vivir, una forma diferente de pensar la ciudad. Es hablar de las ciudades gigantes que se construyen hacia un futuro incierto, edificios que rozan el cielo, millones de habitantes, autopistas de circunvalación dentro de la propia ciudad… Y decir Nueva York o Chicago, es como entrar en una película montada con nuestros propios recuerdos extraídos de tantas lecturas, de tantas horas delante de la pantalla de un cine. Es muy diferente decir Beirut, El Cairo, Trípoli, o La Habana. Y con todos estos nombres de ciudades, maravillosas en sus fotografías, terribles en sus miserias, espectaculares, mencionamos mundos, sensaciones, historias, ilusiones diferentes, describimos un mapa de geografías improbables pero de imágenes reconocibles.
En la fotografía contemporánea el paisaje urbano se ha convertido en uno de los géneros más transitados. A veces acercándose excesivamente a la imagen de postal turística, otras veces mirando desde el cielo en ese afán de abarcar los límites de la ciudad; otras veces en fragmentos, en su relación con el ciudadano, en la propia belleza de su enfrentamiento con el horizonte, como un homenaje inevitable a su arquitectura. Pero la fotografía no sólo es un documento, tiene también un innegable valor artístico y también un valor político, ideológico. En muchas de las imágenes que reunimos en este número, dedicado a las ciudades del mundo, detrás de la belleza que se nos presenta, podemos ver mucho más. Vemos la intención del artista que mira y captura una realidad que transforma en otra cosa. No son solamente imágenes frías de las ciudades que podamos ver y visitar. La mirada del artista corta y aísla el fragmento haciendo irrepetible lo que nos ofrece, lo que vemos. Es inocente pensar que esa misma imagen estará allí, para nosotros, cuando visitemos La Habana o Shanghai. Estas imágenes están ya sólo en los archivos de sus autores, en la memoria de los que las hemos visto, en las colecciones de arte del mundo, y en estas páginas que se convierten, en esta ocasión, en el mapamundi más bello, en un archivo aleatorio de fragmentos de arte que recomponen nuestro mundo, que demuestran que la ciudad sigue siendo el matraz donde la civilización se desarrolla.