Apropiación y puesta al día de un género pictórico tradicional
La acumulación de objetos artísticos en espacios específicos ha sido algo permanente a lo largo de la Historia, desde las grandes civilizaciones de la Antigüedad hasta nuestros días. Sin embargo hasta la Edad Moderna aquellas concentraciones tenían lugar fundamentalmente en lugares sacros, por lo que su valor era exclusivamente cultual. Sólo cuando en los albores de la modernidad, con el humanismo renacentista, comienza una apreciación del objeto en su condición exclusivamente artística, surge el concepto de colección y con ello de manera inmediata la definición de espacios para la concentración y exhibición de aquellos repertorios. Reyes y nobles mostrarán su fervor coleccionista: desde el duque de Berry hasta la marquesa Isabella d’Este, desde el cardenal Pedro González de Mendoza hasta la familia Medici. En aquellos primeros momentos el acervo objetual era muy heterodoxo, pues las pinturas y esculturas convivían, con mucha frecuencia en inferioridad numérica, con monedas, medallas, piedras preciosas, libros… pero también con curiosidades procedentes del mundo natural: animales disecados o fragmentos de éstos. La mayor parte de aquellas colecciones iniciales eran por tanto repertorios de curiosidades que compondrán las llamadas cámaras de las maravillas. Más tarde, a partir del siglo XVI, los coleccionistas irán centrando sus recopilaciones en esculturas, pinturas y grabados; un cambio simultáneo al proceso de consolidación del concepto de bellas artes que culminaría en el siglo XVIII.
El auge del coleccionismo dio lugar a un nuevo género pictórico: el cuadro de colección, encargado de reproducir los espacios en los que se disponían aquéllas; un género vinculado, o si se prefiere, derivado al propio tiempo de otros dos: la naturaleza muerta y la pintura de arquitecturas. Cuando el cuadro presenta una aglomeración de objetos en un encuadre cercano se aproxima al primero; cuando por el contrario el punto de vista lejano enmarca una habitación completa, una larga galería o una sucesión de estancias con sus muros repletos de pinturas o sus espacios centrales colmatados de esculturas, se inserta en el segundo. Ciertamente entre obras como Los tesoros de Paston, un cuadro anónimo holandés de la segunda mitad del siglo XVII y cualquiera de los bodegones de animales, plantas u objetos que tanto abundan en aquella misma época, no hay diferencias formales substanciales: la misma aglomeración, el mismo desorden, semejante carencia de profundidad… Solamente la mezcla de elementos de distinta naturaleza hace más caprichosa la representación.…
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