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Las emociones ante la imagen

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Mar Sáez, Serie A los que viajan © Mar Sáez

Yo estoy en la imagen. Ensayos afectivos y ficciones críticas
Miguel Ángel Hernández Navarro
Editorial Acantilado, 2024

No deja de ser contradictorio que una disciplina como la Historia del Arte, tan predispuesta a las emociones, a sentir lo que las imágenes provocan, sea enseñada en las universidades con una neutralidad que se esfuerza en dejar totalmente fuera al sujeto que mira a la imagen. Ese vacío, que podría ser una medida preventiva para centrar el estudio de las obras en su historia, iconografía o corriente de pensamiento, deja muchos interrogantes en el camino. Si ahora no sabemos interpretar los efectos que nos producen las imágenes, ¿cómo vamos a entender el impacto que tuvieron en su época? Si, supuestamente, las miramos con indiferencia o aburrimiento descifrando significados ocultos, ¿qué hay de los museos y de la búsqueda de algo más? Igual que en otros campos se responde emocionalmente ante un paciente o un cliente, ¿no hay cierta responsabilidad, también, en la manera de responder a las imágenes que nos rodean?

Estas son algunas de las cuestiones que plantea, y responde, el último ensayo del teórico del arte y escritor Miguel Ángel Hernández Navarro. En Yo estoy en la imagen queda eliminada cualquier tipo de barrera entre el sujeto que escribe y lo que hay delante, por lo que la teoría, los sentimientos y los estados de ánimo, las rachas en la vida, los recuerdos y la nostalgia, el acto de volver la vista atrás y sobrevivir, se entretejen en el momento de analizar la imagen y dejar fluir lo que estas producen. De hecho, al hablar sobre una Historia del Arte menos abstracta, Hernández Navarro propone: «Trataría de dejar más libertad al estudiante y sobre todo hacerle explorar sus emociones. Últimamente ya lo hago en clase. La práctica consiste en la escritura del encuentro con una obra de arte. Me interesa que hablen sobre todo de lo que sucede en ese encuentro, lo que pasa por su cabeza, por su cuerpo, por su emoción. Más incluso que las lecturas ya sabidas y leídas de las obras».

yo estoy en la imagen

Desde luego, los dieciocho textos que componen el libro tienen, como dice el autor, un propósito poco académico —provienen de catálogos de arte y revistas culturales y artísticas— y están estructurados en cuatro partes: «Imágenes (punzantes)», «Tiempos (retorcidos)», «Espacios (desplazados)» y «Memorias (alteradas)». Como en todos ellos una imagen o sensación sirve de hilo conductor para ahondar en la desestabilización —o desconfiguración— de lo que damos por sentado, lo que conocemos, o ignoramos, es una muestra de la extensa carrera ensayística y literaria de Hernández Navarro. Por un lado, el arte como resistencia, como mecanismo crítico de lo lineal, de lo aparente, dentro de la cultura visual y la teoría del arte, como ocurre en El arte a contratiempo. Historia, obsolescencia, estéticas migratorias (Akal, 2020). Y, por otro, la visión en primera persona, por la que se cuela lo personal, en novelas como El instante del peligro (Anagrama, 2015) o Anoxia (Anagrama, 2023). Así, como afirma el teórico murciano en el prólogo, se trata de fijar la transformación doble que se produce: «La imagen es afectada por la percepción del sujeto y este también termina transfigurado por ella».

Uno es siempre la suma de lo que lee, lo que vive y lo que siente. Pero a veces lo que lee acaba impregnando lo que siente

Además, los diferentes acercamientos a las obras de Tatiana Abellán, Alfredo Jaar, Javier Pividal o Joan Fontcuberta, entre otros artistas, parten desde la sencillez y la sinceridad —entendiéndola como un texto que no oculta su subjetividad ni se escuda en citas académicas infinitas—. El ensayo, visto como una nueva teoría emocional sobre cómo aceptar las emociones que nos despiertan las imágenes, busca el entendimiento del lector, incluso su empatía, y le facilita todas las referencias teóricas haciéndolas digeribles, prácticas. En este proceso, se nota el cariño, la obsesión, la influencia y el acompañamiento hacia teóricos como Walter Benjamin, Susan Sontag o Georges Didi-Huberman en casi las tres décadas que lleva publicando Hernández Navarro, y los quince años que han trascurrido entre los textos reunidos. En sus propias palabras: «Hay teorías que se clavan dentro de uno y ya no salen jamás. Pensadores que acabas interiorizando hasta el punto de confundir ya sus ideas con las tuyas, y no saber dónde acaba lo que has leído y comienzan tus propios convencimientos. Uno es siempre la suma de lo que lee, lo que vive y lo que siente. Pero a veces lo que lee acaba impregnando lo que siente. Y eso me sucede con estos pensadores, pero también con otros como Lacan, Foucault o, más recientemente, con Mieke Bal. Son amigos intelectuales con los que uno discute en algunas ocasiones y está de acuerdo en muchas otras. Es siempre una conversación infinita. Por eso se vuelve una y otra vez a ellas. Como se vuelve a los amigos».

Lo que subyace en los textos, al final, es la posibilidad de volvernos vulnerables a los efectos de las imágenes, reconociendo nuestra propia mortalidad y paso efímero por el mundo, y, entonces, abrazarla o negarla

En ese sentido, todo esto es posible gracias a esa hibridación, o fusión, del análisis con la escritura de ficción en primera persona y las metáforas. Estas potencian los mensajes de los textos y hacen que, además de estar llenos de giros y nudos, estén unidos a pesar de su dispersión en el tiempo y variedad. De este modo, «La parte del espectador» abre el ensayo presentando una de las cuestiones más actuales de nuestra época: la frialdad ante las imágenes. Hernández Navarro desmitifica las principales excusas que se suelen dar —como la saturación de la vista, el papel de los medios de comunicación, la publicidad— y resitúa el problema en el espectador, en su capacidad para alejarse, de una forma consciente, de los problemas y la fragilidad de las imágenes incómodas. La solución, al observar fotografías de guerra, como las de David Mdzinarishvili, es exigir cierta responsabilidad en el acto de mirar siendo conscientes de que son cuerpos que también sufren, de que la vulnerabilidad no es negativa y que, entre esconderse o mostrarse, es mejor despertar el cuerpo para tener una visión más realista y, quizá, transformadora en el futuro.

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Tatiana Abellán, Fuisteis yo, 2012 © Tatiana Abellán

Otros capítulos, como «El regreso» o «Fragmentos de un viaje interior» —sobre la serie A los que viajan (2016), de Mar Sáez—, hacen un recorrido inverso, partiendo del presente o el futuro hacia atrás, para hablar de las oportunidades perdidas, de lo infraleve, de esas señales poco visibles en las imágenes y los lugares, pero que están ahí. Y, por otra parte, «Las imágenes de los demás» y «La imagen-sumidero» profundizan en la memoria y la necesidad de preservar lo íntimo, de conservar una parcela que nunca se muestre, porque, a pesar de lo que se cree hoy en día, no todo puede, ni merece la pena, ser publicado. En ese punto, incluso, Hernández Navarro define la memoria como un recurso poco confiable que, incluso, puede ser manipulado con los discursos y las imágenes: «La memoria siempre ha sido una máquina de ficciones. Y la imagen ha contribuido —como la palabra— a edificar estas ficciones. Ya manipulaban los antiguos las representaciones de batallas para dar su “legítima” versión de la historia. Así que no es nada nuevo lo que sucede ahora. Tan solo que hay nuevas herramientas, como la inteligencia artificial, pero están sujetas a las mismas lógicas que han dominado el mundo desde sus inicios. Siempre se han construido ficciones desde el poder, versiones singulares del mundo que se hacen pasar por universales para mantener el statu quo y que el poder se preserve. Quizá hoy esto se ha exacerbado. Y, como argumentaba Baudrillard, el simulacro se ha comido a la realidad. Pero, como decía, no se trata de algo sustancialmente nuevo».

Si ahora no sabemos interpretar los efectos que nos producen las imágenes, ¿cómo vamos a entender el impacto que tuvieron en su época?

Lo que subyace en los textos, al final, es la posibilidad de volvernos vulnerables a los efectos de las imágenes, reconociendo nuestra propia mortalidad y paso efímero por el mundo, y, entonces, abrazarla o negarla. En ese gesto es donde está la resistencia a ser totalmente responsable, o empático, ante lo que nos rodea, y explica, como argumenta Hernández Navarro, porqué se le ha prestado tan poca atención a las emociones que causan las imágenes: «Desde luego. Ponemos barreras para protegernos de los otros. Para evitar nuestra vulnerabilidad. Es un mecanismo de defensa. El problema es que cada vez estas barreras se hacen más estrechas. Hasta el punto de convertirnos en individuos aislados. Para que nos duela menos el mundo, hacemos que nada nos importe demasiado. Por eso nuestra mirada es distanciada, porque una mirada cercana, que nos hace sentir más, viene con la contraparte de que también nos hace sufrir más».