Todos los que nos movemos en el mundo del arte sabemos que los coleccionistas son personas entre ricas y muy ricas. No todas con fortunas asentadas, lo que quiere decir que pueden arruinarse —no todos, pero sí bastantes, en un golpe de azar—. Entonces su obras saldrán a subasta o se venderán silenciosamente para mitigar el desastre. También vemos con frecuencia las subastas de colecciones completas que, tras la muerte (o la ruina o el hartazgo de coleccionar) de sus propietarios, sus herederos capitalizan y reconvierten en dinero, lo que es mucho más fácil de repartir y lo que demuestra la importancia del arte como una inversión casi siempre segura y muy rentable. Todos esos ricos que cuentan con colecciones importantes (en las que siempre hay piezas que no valen nada, a veces demasiadas) han contado con supuestos especialistas que asesoran sus adquisiciones y buscan los mejores precios. La realidad es que estos asesores especializados las más de las veces son como soldados de fortunas que se quedan con cuantiosas comisiones, además de su sueldo como asesores, por cada compraventa que realizan para su señor. No es que los ricos no se fíen de sus gustos, es que la mayoría no tienen gusto, ni tiempo. El arte les aburre, lo que les interesa es el prestigio y la desgravación fiscal. Finamente, con el arte consiguen una buena imagen y un capital seguro que se puede revalorizar y que les supone un refugio económico prestigioso que les abre los salones de las élites mundiales y, en muchos casos, facilita sus negocios. Un negocio casi redondo. En todo esto, el arte en sí mismo no parece ser nada especialmente importante.
Pero siempre hay excepciones. Por ejemplo, este año pasado supimos de una muy curiosa: la colección del exprimer ministro de Italia y empresario destacado de los medios de comunicación, Silvio Berlusconi. A su muerte dejó una fabulosa fortuna de 6.800 millones de euros que se repartieron varias de sus mujeres y exmujeres, con sus cinco hijos y uno de sus hermanos. Todos resultaron supermillonarios. Pero quedaba una parte sin resolver: la colección de arte de Berlusconi. Una colección que contiene entre 24 mil y 25 mil piezas de arte, solo de pintura, en la que no se incluyen las esculturas fúnebres de sus padres ni la suya propia, ni el patrimonio inmobiliario. Es decir: una colección de arte basado esencialmente en la pintura, cuyas obras compró en su gran mayoría el propio Silvio a través de la teletienda de la televisión italiana, por la noche, solo en su casa.…
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