Este año que empieza en setiembre voy a pasar más tiempo del acostumbrado en España. Una razón es el trabajo, pero no es la única. Voy a pasar más tiempo aquí para no perderme lo que va a suceder en el 2016 in toto. Setiembre, el 27, es un entremés. En el plano estatal 2016 va a servir, creo, para salir de dudas con respecto a si podemos (o no) llegar a ser un país mínimamente razonable antes de que se congele el infierno. El impacto que todo esto va a tener en el mundo de la cultura será, sin duda, profundo y no quiero enterarme leyéndolo en la pantalla de mi ordenador a miles de kilómetros de distancia. Quiero verlo y vivirlo en primera fila y saber finalmente cual va a ser la proporción de roña y cual la de esplendor del resultado una vez disuelta la polvareda.
El contexto que nos toca, el de las artes visuales, difícilmente podría estar peor. No… rectifico, todo puede estar peor, siempre, pero no hay duda que está bombardeado a conciencia y algo me dice que va a ser harto complicado reparar el daño, porque entre las muchas cosas para las que ha servido esta casi década infernal que llevamos sufriendo, es que ha demostrado que en este país se puede llegar a destruir la posibilidad de que el arte exista y no pasa absolutamente nada. Ya se ha perdido la vergüenza. A nadie le importa políticamente un pito el arte contemporáneo y la nueva izquierda todavía tiene que demostrar que es distinta en este sentido.
Recordemos que el período en que se ataban los perros con longanizas en España coincide básicamente con la etapa socialdemócrata, cuando los socialistas nos querían de su lado porque entonces la cultura aún infundía respeto, mientras se formaba al mismo tiempo una legión de gente repartida por instituciones y Ministerio dispuesta a hacer carrera personal desde cargos públicos utilizados como catapulta al Olimpo. Se consiguió poner el arte contemporáneo de moda entre la élite económica desde arriba, el Estado se convirtió en cliente y además construyó el plató donde se iba a representar la gran ilusión. Un arreglo a la romana, en definitiva. No lo digo por lo del panem et circenses, que también, sino por haber entendido que sin representación no hay realidad, y que en una sociedad concebida como teatrum mundi lo real es sólo aquello que se representa.…
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