Más máquinas y maquinaciones
Ana García-Pineda
(Analógica/Rocío Santa Cruz: Sabadell, 2018)
Confiamos en la técnica. Plenamente. Casi plenamente. En un rapto futurista, en un momento tonto. In science we trust. ¿O era “we can trust science”? No me agüen la fiesta, no me sean passatistas, como llamaban a sus rivales los futuristi de hace un siglo. Confiamos. Para mezclar la manzana y la piña en la minipímer. Para encontrar la media naranja en Grindr. Para limpiar, ya era hora, aquel tramo de parquet escondido entre el sofá y la estantería, la terra incognita del hogar. Para la vacuna, a destiempo, contra la gripe (quien se vacuna vuelve a tener tres años y medio). Para alcanzar lo sublime tecnocientífico. Una vez lo intentamos con lo sublime natural, fue durante un puente, nos pusimos kantianos, nos pusimos chaqueta y bufanda, tomamos el Cremallera hacia Montserrat y, qué quieren que les diga, hace un frío de pelotas y no hay más que sacristanes y hierbajos, de sublime ná de ná, a lo sumo un pasmo campestre y catarro (¿me he vacunado contra el catarro?). Si hubiera nacido en el siglo, digamos, XIV, el catarro me habría matado esa misma noche, pero hoy, oh catarro, the future is now, nada puedes contra el progreso de la Medicina, tus virus están obsoletos como un Amstrad, como un Commodore, como la melodía que brotaba de aquel otro trasto cuando, a principios del milenio, te intentabas conectar a internet 1.0. Ahora la llaman chiptunes y es tendencia.
Qué invento, la brújula: nos permite brujulear. A quién se le ocurre orientarse hacia un punto determinado –te has creído que eres la Flecha del Tiempo o qué– pudiendo brujulear, qué alivio. Para cantar, con Hidrogenesse, ‘Eres tan técnico/a’. Que no la cantas bien, porque no tienes un pedal de voz con efecto vocoder y desafinas. Olivetti, Moulinex, Chaffoteaux et Maury. Yo confío.
A Ana García-Pienda, que suscita confianza y desconfía, la recuerdo hace ahora diez años, en primavera de 2008, en el estudio que por aquel entonces tenía en Hangar, con las cuatro paredes empapeladas con dibujos preparatorios para la primera edición de este libro, que publicaría la galería barcelonesa La Capella pocos meses más tarde. Los papeles estaban coloreados por una plétora de post-its, y la situación –el hangar, la maquinaria en preparación, los pequeños recuadros amarillos que llenaban el espacio de viruela– me recordó a una viñeta de Fernando de Felipe donde un astronauta, en su nave, lleva un taco de post-its que va pegando en el ordenador de a bordo, no vaya a ser que se le olvide algo importante, no sé, alguna cosa de neutrones o algo.…
Este artículo es para suscriptores de EXPRESS
Suscríbete