Traspasar los límites es algo que el hombre ha procurado desde que tenemos consciencia de nosotros mismos. Ir más allá de la vida y de la muerte, cruzar mares y desiertos, buscar los límites de la tierra. Cuando creíamos que la tierra era un plano en el infinito, con un corte en cada extremo, los aventureros y viajeros buscaron esas líneas finales, esos vórtices abisales, en parte para confirmar la teoría inverosímil pero, sobre todo, por sentir el vértigo de asomarse al vacío infinito.
Los límites los definen nuestros sentidos, nuestro conocimiento de la realidad. Por eso queremos traspasarlos, para ampliar aquello que conocemos, para ampliar el conocimiento del mundo. Pero detrás de esa excusa podremos encontrar otras respuestas. Viajamos hasta el límite para saber si somos capaces de ir más allá. Para conocernos a nosotros mismos. Los conocimientos científicos, la capacidad de resistencia de los elementos, y del propio cuerpo humano, violan continuamente unas fronteras que cada vez son más elásticas, que son superadas con el esfuerzo de muchos y con la capacidad de unos pocos. Pero esos límites que se establecen en laboratorios o campos de deporte no son los que alimentan nuestro espíritu aventurero, nuestra necesidad de poseer el mapa y dominar el territorio.
El espacio a recorrer lo marca la mirada. Es el ojo el que define los límites, el que cada vez profundiza y expande esa posibilidad de espacios por caminar, por dominar con nuestra presencia. Porque llegar al límite, cruzar esa frontera que pocos alcanzan no es nada si no podemos mostrarlo, si no lo podemos fotografiar. Así, la mirada necesita del complemento de la fotografía, de la prolongación de nuestra mirada individual con la mirada plural, colectiva, de todos los que puedan ver las imágenes, como trofeos. No es un souvenir, una postal del fin del mundo, es la comprobación del vértigo de lo que estamos hablando.
He conocido fotógrafos que viajan hasta ese punto extremo, al lugar donde no ha llegado ningún otro hombre armado con una cámara. Hasta el extremo último de tierra o de hielo, hasta la cima más inclinada sobre el vacío. Han llegado hasta allí, desde donde no se vuelve siendo el mismo, solo para tomar una foto. Una foto blanca en la que nada de lo que vemos puede suplantar la sensación que se sintió al hacerla. Y volver. No ya para contarlo, pues esa fotografía en la que poco se nos dice, lo cuenta todo. Volver para partir hacia el otro extremo de la experiencia. Algunos de esos fotógrafos, de esas imágenes tomadas al filo del vacio, allí donde el mundo se acaba, están recogidas en las páginas de esta revista. En esos lugares donde un paso más es imposible, donde la muerte sonríe muy cerca de nuestra cara, donde lo extremo del clima, del calor y del frio, donde la violencia de los elementos están dibujando claramente unos límites mucho mas definidos que cualquier delimitación política, cualquier aduana, cualquier frontera. Es en ese lugar donde el fotógrafo se sitúa firme y mira, y es su mirada la que hace que esa fotografía que hoy podemos reproducir en estas páginas tenga el sentido completo que nosotros le damos.
Estas imágenes que vemos no son solamente paisajes, no se trata de una fotografía de género. Ese paisaje es sobre todo un símbolo. No estamos mostrando lugares como en un catálogo de viajes de riesgo. Estamos asomándonos al abismo de cada hombre, a la ansiedad de la búsqueda y al vértigo del encuentro. El recuerdo no importa.
Viajes al infierno del desierto. Viajes al paraíso de la soledad, donde el infinito lo ocupa todo, donde la nada es tan agobiante como las multitudes. Los límites de la existencia, de la mirada, de la resistencia y de la supervivencia. Para tomar unas cuantas imágenes que se podrían haber trucado. Porque si la realidad no importa, en esta ocasión la realidad lo es todo. Solamente porque esa realidad es la medida de todas las cosas cuando nos acercamos a las fronteras, a los límites de todo lo que conocemos.
A veces esos límites que definen la diferencia entre un territorio y otro que están unidos pero no son iguales no significan un límite final, sino la diferencia, esa inestable línea que separa la vida de la muerte, un territorio seguro, propio, de otro ajeno y peligroso. Esa franja de tierra de nadie que es la frontera, los límites entre la ciudad y la no ciudad, porque no se puede hablar de campo hasta más allá de esa zona mixta e híbrida sin definición, sin historia, sin pasado y sin futuro. La pregunta sería si esos límites, esas marcas casi siempre invisibles, las presentimos solo sobre la tierra o están también en el aire, en las nubes, en los mares. ¿Sabríamos notar, la mirada sentiría la transición entre el mar y el océano, entre los límites de exclusión de los mares nacionales? ¿Notamos cuando sobrevolamos un territorio u otro? O tal vez esos límites geopolíticos no son detectados por nuestros personales radares.
La tierra abrumadora, el hielo abrasador, el agua inabarcable, los peligros de las demarcaciones invisibles, pero también y cada vez más, los límites de lo desconocido. Si ya conocemos este mundo, el único que podemos mirar con nuestros propios ojos habrá que crear ojos que vean más lejos, cámaras que puedan llevar nuestra mirada donde nuestros cuerpos no pueden llegar. Hay telescopios que ayudan a que veamos los límites últimos del universo, mucho más allá de la Luna o de Marte. Posiblemente el mundo se nos ha quedado pequeño, los viajes, la emigración, la exploración de nuevos recursos, llevan a cualquier lugar a miles de personas, pero el individuo solitario sigue siendo el que llega a esos resquicios imposibles. Aunque el viaje no tiene por qué ser físico. Si la imaginación nos transporta, hoy en día Internet también prolonga la mirada hacia unos límites difíciles de imaginar. Esos límites también se fotografían, también están aquí presentes. Porque los únicos límites de un fotógrafo son los límites de la mirada, con o sin ayuda, pero solo existen límites allí donde no llega la mirada de un artista.
Los límites de la mirada se han ampliado considerablemente con las nuevas tecnologías. Internet y Google nos han permitido fotografiar el mundo, ver límites insospechados en lugares inaccesibles y la tecnología espacial visitar Venus y Plutón, ver los anillos siderales de Saturno. Gracias a las nuevas tecnologías, hemos visto más lejos que nunca antes ningún hombre, y aún veremos más, tal vez lleguemos a ver “naves en llamas más allá de Orion, brillar Rayos-C en la oscuridad cerca de la puerta de Tannhäuser”, y esas imágenes siempre perdurarán, no se las llevarán ni las lágrimas ni la muerte, pues una imagen, miles de imágenes, darán constancia eterna de aquello que uno solo pudo ver alguna vez. Pues nunca sabremos hasta dónde podremos extender los límites de nuestra percepción. Nunca sabremos cuántos hombres y mujeres estarán dispuestos a recorrer mundos desconocidos para hacer una sola fotografía, construir, robar, una imagen que justifique su vida y de sentido a las nuestras.