Cuando los primeros fotógrafos iniciaban lo que sería una acelerada carrera estética, sus modelos preferidos fueron, inevitablemente, objetos y edificios, el patio de atrás, los objetos de uso doméstico sacados de la alacena. Necesitaban modelos inanimados que pudieran permanecer inmóviles el tiempo necesario de exposición para que la imagen fuera captada por la nueva técnica fotográfica. Nada más fácil ni más cómodo que organizar, sobre la mesa del estudio, un conjunto de objetos que, tal vez al azar, recondujesen nuevamente la memoria cultural: un busto, un libro, tal vez alguna otra curiosidad… una composición que demostraba nuevamente algo que el artista venía haciendo desde hace más de 4.000 años. Louis Jacques-Mandé Daguerre realizaba el primer daguerrotipo, datado en 1837, fotografiando una naturaleza muerta, una vanitas. La más nueva de las técnicas artísticas repetía una fórmula tan vieja como la historia del arte, ahora bien, lo hacía a la moda del momento, sustituyendo los elementos alimenticios del cuerpo por el alimento del espíritu, en la forma novelesca que los principios del siglo XIX asentaron… “como si la fotografía no tuviera nada nuevo que aportar al arte de la naturaleza muerta”, asevera Guy Davenport.
Lo que demostraba Daguerre al realizar esta naturaleza muerta no era una cultura refinada, sino algo mucho más importante. Por un lado el conocimiento de la época que vivía y de los movimientos intelectuales del momento y, muy especialmente, que la cultura llega a ser algo genético, adquirido a lo largo de las diferentes generaciones hasta convertirse en un lenguaje autóctono, algo que existe y se manifiesta de manera casi inevitable en el hacer de los hombres.
¿Tiene la fotografía algo nuevo que aportar al arte de la naturaleza muerta? En gran medida la fotografía se ha convertido en manos de los artistas actuales en una prolongación de la pintura. En muy pocos casos su uso ha significado un enriquecimiento lingüístico, siendo la mayoría de las veces un puente tendido entre la pintura y la pintura, suplantándola momentáneamente en virtud de una necesidad coyuntural. Curiosamente, en las últimas décadas la fotografía ha servido para desarrollar géneros clásicos que a través de la pintura resultaban obsoletos, faltos de interés y, sobre todo, ajenos a los intereses formales del momento. Entre los géneros que la pintura más actual ha desbancado de su campo de acción está la naturaleza muerta, la vanitas, un género cuyo origen podríamos cifrar en el arte funerario y que ha pervivido desde las pinturas rupestres hasta Picasso, siguiendo así, como decíamos antes, hasta hoy día a través de la fotografía. En este sentido, como en tantos otros, los nuevos lenguajes no necesariamente han aportado nuevos contenidos sino relecturas o actualizaciones de los contenidos tradicionales.
En la historia del arte hay pocos temas tan cargados de simbología, tan centrados en los sentimientos humanos trascendentes como las naturalezas muertas. En muchas ocasiones se ha escrito de la naturaleza muerta como de un género menor, de una visión de uso doméstico pero nunca se ha llegado a la negligente afirmación de que su significado sea trivial. Si bien es cierto que, con la llegada del impresionismo y su posterior uso en el cubismo y muy especialmente en la obra picassiana, se ha reforzado en exceso su valor como iconos de paz, como representación del calor del hogar y de cierto carácter doméstico, perdiendo así ese reflejo de los ecos de la vanidad de nuestra efímera vida. Sin detallar una bien visible y conocida historia de la naturaleza muerta, el sentido esencial de su representación formal, de la comida real, de los elementos que la componen, desde las frutas hasta los libros, calaveras, velas, animales, todo ello dispuesto sobre una mesa, evoluciona de lo puramente alimenticio hasta esa idea más ligada a una “alimentación del espíritu y del intelecto”. Pero tanto si son higos, peras o manzanas, ostras o peces, libros o instrumentos musicales, calaveras o cualquier otro elemento, éstos están representando diferentes formas de alimentar nuestro cuerpo, nuestros sentidos y nuestra alma. Y están, sobre todo, poniendo sobre la mesa todo aquello que vamos a perder. Nos hablan del paso del tiempo, de todo lo que el tiempo nos va a quitar, de la muerte y de la pérdida.
El paso del tiempo destruirá la hermosura de estas frutas y pudrirá la carne de estos animales. La vela, el reloj, el libro, la calavera, son más claramente explícitos de que el tiempo se acaba, y de que, vanitas vanitatis, todo en nuestra vida es vanidad. Este paso del tiempo persigue al hombre desde que es consciente de su propio cuerpo, y la fotografía es, sin duda, uno de los lenguajes artísticos que actúan con el tiempo, la memoria y la muerte como elementos inseparables. Sin embargo, la aportación de la fotografía a la naturaleza muerta es desigual. En una gran mayoría, los fotógrafos se limitan a reconstruirlas con una estética manierista y decadente, en la que se recupera el concepto pictorialista, si bien la ironía en unos casos, el claro remake en otros y, en algunos más, una utilización contemporánea de los conocimientos de la historia del arte justifican el esfuerzo.
Sin embargo, nunca como en estos momentos, y esto sí será una aportación de la fotografía, aparecen en las naturalezas muertas esos estados de podredumbre de algunas de las imágenes que veremos en las siguientes páginas. Ahora ya no es solamente la hermosura de lo que la naturaleza ofrece, sino la comida basura, el detritus, los alimentos con moho, desechados. Ya no es lo que la vida nos va a quitar, sino lo que ya hemos desechado nosotros mismos, despojos de nuestra civilización, manteles sucios, migajas de comidas vulgares, bandejas de comida de avión. Se siguen utilizando, cómo no, los enseres, referentes objetuales junto a alimentos, y no es suficiente decir que estos elementos son diferentes, porque su significado sigue siendo similar, y ésta es una característica cultural del bodegón: adecuarse a los tiempos, cambiar la lira por los cristales de bohemia, la calavera por el libro… La fotografía es el arte del siglo XX y por lo tanto corre el riesgo de ser anacrónico muy fácilmente.
Nombres como Wolfgang Tillmans o Joel-Peter Witkin tienen en la naturaleza muerta uno de sus temas habituales y son, ciertamente, dos de los artistas que han sabido aportar elementos propios de nuestra época y del lenguaje fotográfico. En este sentido el clasicismo de Witkin, con unas composiciones estrictamente legibles en el orden tradicional del género, se nos presenta como algo totalmente diferente, imposible antes de la fotografía. Y cómo, curiosamente, la reutilización de elementos pictóricos esenciales como el color, perviven en una fotografía totalmente pura y a la vez clásica como es la de Manuel Vilariño. Todos los artistas que aparecen en este número, desde la revisión de la historia de la pintura de Pere Formiguera hasta la reutilización del bodegón en el sentido más tradicional de Tony Catany, Evelyn Hofer, Flor Garduño, Douglas W. Mellor, Olivier Richon o Zachary Zavislak, nos hablan de las mismas cosas que cientos de artistas antes que ellos. Nos están diciendo que la vida se va como el humo de esas velas que se empiezan a apagar, en silencio, sin darnos cuenta. Y con ese humo, nuestras vidas y todo lo que hemos derrochado como si nunca se fuera a acabar.
El arte vive gracias al significado, y éste no se pierde, se condensa, se transforma, se desarrolla, cambia. En la naturaleza muerta, vanitas o memento mori, abundan los símbolos, los dobles sentidos, y si su lectura puede parecer lineal, hay matices e historias que sólo la mitología y la religión, junto con la historia de una civilización cada vez más compleja, pueden desentrañar. Si Vincent Van Gogh llegó a pintar 194 naturalezas muertas, tal vez su sentido no sea sencillamente tan simple. Tal vez tengan un sentido renovado los cientos de naturalezas muertas que estos artistas, y otros muchos, llevan hechas en sus cortas y efímeras vidas contemporáneas.