Self Portraits
Todas las preocupaciones universales de la historia del arte, como son el amor, la muerte, la historia o la mitología aparecen en la obra de Roberto González Fernández (Monforte de Lemos, España, 1948) disfrazadas de palabra, pintura y fotografía de forma prácticamente simultánea. Esta y otras series fotográficas comparten una misma pátina, la del reflejo en una superficie brillante y rallada de aquello que nos parece cotidiano, incluso históricamente asentado y bien reconocible, como son las famosas pinturas de Munch o Magritte, dotándolo de una misma distorsión. Sin embargo, este pintor va mucho más allá de la mera integración de la textura –habitualmente asociada a la pintura– en el medio fotográfico, también incorpora las secuencias y un formato seriado, atribuyendo cualidades fotográficas a la pintura y viceversa.
Así funcionan también sus temáticas y estilos, haciendo un alarde de virtuosismo en sus barrocas escenas pictóricas mientras deja para la fotografía la desfiguración más vinculada a la textura y la materia pictórica. No sólo sus fotografías mantienen el color saturado y plomizo de los pigmentos que utilizaba durante los años que vivió en Edimburgo; también las escenas y personajes de la historia y del arte reaparecen en sus pinturas bajo una mirada ecléctica, la del dominio y la interferencia de todos estos lenguajes. En esta traslación de un medio a otro, pone en juego las grandes obras maestras, que dejan de ser materia y emoción para convertirse en iconos e ideas tan abstractas y alejadas de su significado original que Roberto González Fernández titula Self-Portrait. Se reapropia de estas pinturas y revive en su propia piel lo que Paul de Man definiría como desfiguración, esa capacidad que tiene el ser humano de proyectarse, gracias a la figura estilística de la prosopopeya, en cualquier objeto inanimado, incluso en una piedra, en una pintura o en un reflejo que la mirada del artista pueda devolver a la vida.
…Este artículo es para suscriptores de ARCHIVO
Suscríbete