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Premios Goya 2025: La realidad como ficción dominante

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Fotograma de la película Segundo Premio © BTeam Pictures

En la gran noche del cine español, la realidad fue la protagonista. O al menos, su simulacro. La gala de los Premios Goya 2025 confirmó una tendencia que ya se insinuaba en ediciones anteriores: la consagración del basado en hechos reales como el gran motor narrativo de la industria. Gran parte de las películas más nominadas beben directamente de la historia reciente o de biografías reconocibles, como si lo ficticio ya no fuera suficiente para sostener el peso del cine.

La gala no fue solo un desfile de trajes, joyas y vestidos impecables, discursos emocionados y la consabida reivindicación política que caracteriza a las grandes noches del cine español. Por primera vez en la historia del certamen, el premio a Mejor Película fue compartido por dos títulos: El 47, de Marcel Barrena, y La infiltrada, de Arantxa Echevarría.

El 47 reconstruye un episodio olvidado de la Barcelona de 1978, cuando el extremeño Manolo Vital, conductor y activista vecinal, llevó a cabo el secuestro simbólico de un autobús en Torre Baró para denunciar las condiciones de abandono de su barrio. Con una estética sobria y un tono casi documental, la película trasciende el gesto reivindicativo para convertirse en una reflexión sobre las luchas de barrio y la fragilidad de la memoria histórica, algo de total actualidad. Por otro lado, La infiltrada es un thriller psicológico que narra la historia de una agente de la Policía Nacional infiltrada en la organización terrorista ETA, mostrando el desgaste emocional y el límite borroso entre la verdad y el engaño en el trabajo encubierto.

el 47
Fotograma de la película El 47, en una imagen de promoción

El 47, que partía como la gran favorita con 12 nominaciones, se llevó cinco estatuillas, entre ellas las de mejor actor y actriz secundarios, para Salva Reina y Clara Segura. La infiltrada, por su parte, acumuló dos premios, al ex aequo se suma el de Mejor Actriz para Carolina Yuste, que ofrece una interpretación contenida y magnética en el papel de la agente infiltrada.

Pero la noche no fue solo de estas dos cintas. Eduard Fernández recibió el Goya a Mejor Actor Protagonista por Marco, donde interpreta a Enric Marco, el sindicalista que falsificó su biografía para presentarse como superviviente de un campo de concentración nazi. Con este galardón, Fernández suma su cuarto Goya y se consolida como el segundo actor más premiado de la historia. La película obtuvo también el premio a Mejor Maquillaje y Peluquería.

Lo que consumimos no es la realidad, sino una versión estilizada de ella, depurada para ser emocionalmente impactante

La ópera prima La estrella azul, de Javier Macipe, ganó Mejor Dirección Novel y Mejor Actor Revelación para Pepe Lorente, quien interpretó al rockero aragonés Mauricio Aznar. La virgen roja destacó con premios a Mejor Dirección de Arte y Diseño de Vestuario, mientras que Casa en flames fue reconocida con el Goya a Mejor Guion Original.

Tras pasar de la música al cine, C. Tangana con La guitarra flamenca de Yerai Cortés se llevó los premios a Mejor Película Documental y Mejor Canción Original.

Entre tanto documento estilizado, Segundo premio, es el caso más particular. La ganadora de Mejor Dirección, Mejor Montaje y Mejor Sonido realiza un retrato de Los Planetas en los años 90. Se trata de un biopic sin biopic: no usa nombres reales, no busca la fidelidad absoluta, pero se adhiere a una estética documental que la ancla a una verdad emocional innegable. Tal vez ahí reside la clave del “basado en hechos reales” contemporáneo: no en su rigor histórico, sino en su capacidad de producir una sensación de autenticidad, aunque sea mediante la simulación.

El sello de autenticidad promete experiencia y memoria en una misma dosis. La paradoja es que cuanto más se enfatiza lo real, más se ficciona. La historia se edita, se comprime, se carga de dramatismo para encajar en estructuras narrativas efectivas. Lo que consumimos no es la realidad, sino una versión estilizada de ella, depurada para ser emocionalmente impactante. En la era de la desinformación, la nostalgia por lo tangible se ha convertido en un producto de mercado, y el cine, lejos de escapar de esta lógica, la refuerza: lo real no es lo que fue, sino lo que nos cuentan que fue.

La memoria se somete a la lógica del guion, donde los matices incómodos se sacrifican en favor de un relato claro y digerible

El cine basado en hechos reales siempre ha estado ahí y tiene un valor innegable. Para que exista ficción tiene que existir realidad. Películas como Close-Up (1990) de Abbas Kiarostami, Ciudad de Dios (2002) de Fernando Meirelles y Kátia Lund o La mano de Dios (2021) de Paolo Sorrentino demuestran que la realidad, cuando se aborda con una mirada singular y un lenguaje propio, puede dar lugar a piezas que trascienden el mero registro de lo ocurrido. Estas obras no se limitan a ilustrar un hecho, sino que lo interrogan, lo reinterpretan o lo desdibujan para encontrar una verdad más profunda. Sin embargo, el hecho de que este tipo de cine se haya convertido en la norma más que en la excepción plantea preguntas. Cuando la industria premia por sistema lo biográfico y lo histórico sobre la ficción pura, parece imponerse la idea de que lo real tiene más valor narrativo que lo imaginado. En un mundo donde la incertidumbre es constante, el cine basado en hechos reales se percibe como un refugio, una forma de dotar de sentido al caos. Pero cuanto más se insiste en la autenticidad, más se somete la realidad a los códigos de la dramaturgia, hasta convertirla en un espectáculo de emociones reconocibles y estructuras previsibles.

En este tipo de historias “reales” predomina un cuerpo narrativo constante: el trauma seguido de la redención. No basta con representar un acontecimiento; es necesario dotarlo de un arco que culmine en transformación, cierre o aprendizaje. De este modo, la historia deja de ser un testimonio para convertirse en un relato modelado, donde el sufrimiento se ordena, se estiliza y se convierte en un dispositivo de impacto emocional. Así, el cine oscila entre la memoria y la moraleja, entre el documento y la dramatización calculada. La memoria se somete a la lógica del guion, donde los matices incómodos se sacrifican en favor de un relato claro y digerible. En un tiempo donde lo real es un producto de consumo, la autenticidad no es una garantía de verdad, sino un artificio cuidadosamente construido.

Fotograma de la película La infiltrada © Beta Fiction Spain SL.

Nuestro entorno está hiper-registrado y archivado —cada instante puede convertirse en contenido— y la ficción pura parece ceder terreno frente a lo documentado, lo vivido, lo verificable. Instagram, TikTok, los documentales de famosos o el auge de la autoficción reafirman esta lógica. La experiencia personal no solo es el eje narrativo dominante, sino que se valora más cuanto más expone. La sobreexposición de lo íntimo ha convertido la verdad en espectáculo, pero cuando todo es público y la confesión se vuelve norma, ¿qué queda del misterio, de lo inasible, de aquello que solo la ficción puede revelar?

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Fotograma de la película Segundo premio © BTeam Pictures

En la cultura contemporánea, la experiencia personal ya no es solo un relato, sino una mercancía que se mide en alcance y viralidad. La confesión pública, antes un gesto de vulnerabilidad, se ha transformado en un recurso narrativo estratégicamente calculado, donde la emoción debe ser visible y el sufrimiento, legible. En este contexto, este tipo de cine encuentra un terreno fértil: su éxito no radica únicamente en lo que cuenta, sino en su capacidad para traducir el dolor en espectáculo, en emoción empaquetada. Cuando todo se expone, la frontera entre testimonio y puesta en escena se difumina, y la verdad ya no es un fin en sí misma, sino un dispositivo más dentro de la maquinaria del entretenimiento. Entonces, ¿queda espacio para la ficción pura? Si todo ha de ser cierto para tener valor, corremos el riesgo de olvidar que la mayor virtud del cine siempre ha sido hacer creíble lo que nunca existió.

La gala de los Premios Goya 2025 reafirma un momento del cine español capaz de revisitar lo real desde múltiples perspectivas y lenguajes. Entre la memoria histórica, el thriller contemporáneo y la autoficción, las películas premiadas reflejan un interés colectivo por entender el pasado y proyectarlo hacia el presente. Quizá no se trate solo de buscar autenticidad, sino de darle forma a nuevas verdades emocionales que dialoguen con nuestro tiempo. Porque, en última instancia, el cine sigue siendo un territorio para cuestionar, reinterpretar y, sobre todo, emocionar.