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El eterno retorno de la Ciudad Creativa

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El arte urbano o arte callejero (underground), también denominado en ocasiones como street art, cobra especial relevancia en el París de la segunda mitad de los años 60. En cambio, no es hasta mediados de los años 90 del siglo pasado cuando este tipo de expresión artística gana relevancia en distintas partes del mundo. La gran mayoría de estas propuestas artísticas alternativas nacerían en este contexto a la sombra del mercado del arte y de los flujos capitalistas como una herramienta combativa, de crítica social contra las dinámicas del neoliberalismo y con un fuerte sentido ideológico, político y reivindicativo —en muchos casos con un tono mordaz o burlesco—. Si bien todavía pervive en algunos casos el carácter marginal, comprometido y radical de algunas de estas manifestaciones, nos encontramos actualmente, desde hace casi dos décadas, con una deriva muy interesada e incluso perversa de este arte. El grafiti, el muralismo y muchas otras morfologías del arte urbano o callejero han sido fagocitadas por el poder para servir a sus propios intereses en detrimento del potencial creativo y emancipador de antaño. En este sentido, la estetización de la política, tal y como la enunciara Walter Benjamin, si bien se anuncia como la gran panacea y la salvación de la ciudad de sus malestares más profundos, en ocasiones consigue el efecto inverso: incrementar la desigualdad, reprimir los conflictos sociales y acentuar las tensiones urbanas. Es así como el espectáculo se torna nefasto y la Ciudad Creativa deja ver su naturaleza putrefacta.

Más allá del fulgor colorido, del mural infinito, en ocasiones se esconde una realidad compleja y oscura

Partiendo de la particular vivencia del barrio de Wynwood de la ciudad de Miami y de su experiencia de gentrificación a través del muralismo, se analizará en este texto cómo este modelo ha servido de inspiración a otros muchos proyectos de urbanismo a nivel mundial. Sobre todo, resulta necesario poner el foco en cómo se ha exportado y replicado este modelo en el contexto geográfico nacional; el museo al aire libre de arte urbano de Santa Coloma de Gramenet (BesArt) y el caso de Colonia Marconi son dos claros ejemplos. Sin ambages, sin rodeos, urge reflexionar sobre las estrategias puestas en práctica por este tipo de políticas y de poner de manifiesto los intereses latentes, así como los potenciales peligros encubiertos. Más allá del fulgor colorido, del mural infinito, en ocasiones se esconde una realidad compleja y oscura. Ya conocemos el dicho: no es oro todo lo que reluce. Viajemos en el tiempo (y el espacio) a Miami.

Wynwood Walls: los muros de colores que sentaron precedente

En 2009, un año después de que estallara la mayor crisis económica de nuestro siglo, nacía de la mano de Tony Goldman uno de los enclaves más conocidos de la ciudad de Miami: Wynwood Walls, un barrio repleto de murales y visitado a diario por miles de turistas que se sirven de las paredes repletas de colores para tomarse sus numerosos selfies y fotos con las que alimentar sus respectivas redes sociales. El caso de Wynwood Walls —que serviría en el futuro de hoja de ruta a numerosas ciudades y políticos de todo el mundo— es uno de los ejemplos más paradigmáticos de lo que más adelante el investigador y teórico Pascal Gielen analizaría bajo el paraguas conceptual de “Ciudad Creativa” (aquella que se dedica a incentivar el arte y la cultura como una estrategia publicitaria o “plan de marketing”); y su creador, Tony Goldman, puede considerarse como uno de los grandes padres de la gentrificación a nivel internacional.

Paisaje urbano del Soho, Manhattan. Fotografía de Axel Tschentscher

Después de crear en 1968 su propia empresa inmobiliaria (Goldman Properties), en 1976 Tony Goldman se sintió atraído por la histórica arquitectura de hierro fundido del barrio de SoHo, en Manhattan, y decidió invertir y rehabilitar edificios de la zona. Compró y renovó 18 edificios y abrió restaurantes para atraer a los jóvenes al barrio. Ahí empezaron sus primeros pasos como gentrificador profesional, mientras se hacía de oro. Años después, en Miami en 1985, Goldman recorrió los descuidados edificios art déco de Miami Beach con conservacionistas históricos. Al ver el potencial de la ciudad, empezó a comprar un edificio al mes durante 18 meses —¡como quien juega al Monopoly—, con una estrategia similar al caso previo y un profundo impacto social, cultural y económico para la zona. Más adelante, a mediados de la década de los 2000, Goldman comenzó a comprar edificios en el barrio de Wynwood de Miami, otra zona abandonada en la que vio potencial. Goldman adquirió su primer edificio en Wynwood en 2004 y, para 2008, poseía casi dos docenas de propiedades en esta zona. Un fantástico documental1A propósito del documental Right to Wynwood, esta reflexión de sus autores: “Queremos que la gente se dé cuenta de la peculiar forma en que el barrio fue gentrificado, una de ellas es el uso del arte de la calle como una herramienta de marketing. Es una historia sobre Miami en todos los sentidos posibles, desde el arte a la cultura, a la economía, a la comunidad. Nuestra película es una documentación de una parte única de la historia de Miami que acaba de estar en proceso ahora mismo. Aunque la gente ha estado llamando a Wynwood el «Soho de Miami», hemos descubierto que esto simplemente no es cierto, ya que la gentrificación en Wynwood ocurrió de una manera completamente diferente, con motivos completamente diferentes. También hemos descubierto que nadie sabe lo que realmente sucedió, nunca han oído la palabra gentrificación en sus vidas, y en su mayor parte están felizmente inconscientes de lo que ha estado pasando en sus propias calles. Muchas personas están explorando Wynwood, pero nadie está haciendo ninguna de las preguntas de qué somos”. cuenta la historia de cómo Wynwood pasó de acoger a la comunidad puertorriqueña más antigua de Miami a convertirse en su distrito artístico más grande, con las tremendas consecuencias que esto tuvo para la población del barrio y su idiosincrasia. 

Retrato en Wynwood Walls. @kiimboslice_

Si el turista en cuestión está sediento, se compra un smoothie o un frappuccino por 9 dólares y quizás más tarde una hamburguesa por 30 dólares. Se hace unas fotos aquí y allá y luego, si eso, disfruta del paisaje

Antes conocido como el Barrio del Crack o el Miami puertorriqueño (un barrio marcado por la fuerte inmigración y los altos índices de criminalidad), desde hace años ha sufrido una inflación extrema que ha tenido consecuencias muy evidentes; la más clara, el exilio forzoso de la mayoría de la población, que no pudo permitirse pagar el coste de vida del nuevo Wynwood2Un estudio simple cuesta actualmente entre 2.500 y 3.000 dólares al mes de alquiler y un apartamento de 2 o 3 habitaciones puede llegar a costar entre 4.500 y 6.000 dólares al mes., una vez se maquilló el barrio con aquel inmenso y colorido barniz muralista. La historia que mayoritariamente se cuenta, en cambio, es que este barrio, que fue donde se asentaron los puertorriqueños que llegaron a Miami en 1950, era un barrio sumido en la pobreza y las drogas, impregnado por una violencia extrema, que consiguió reconvertirse (y “renacer”) gracias al arte y su capacidad de seducción, y atraer a nuevos visitantes y vecinos. Realmente se trató de un lavado de cara urbanístico que únicamente benefició a las clases más altas, que se pudieron permitir quedarse allí a vivir o incluso mudarse allí (al haberse convertido en un barrio cool: “el barrio más instagrameable del mundo”), y al turismo masivo que desde entonces recibe esta zona, desplazando los problemas de pobreza, desigualdad e injusticia social a otras zonas. Hoy en día, quien visita Miami no deja de acercarse a pasear por Wynwood Walls para ver las excentricidades muralistas allí recogidas. Si el turista en cuestión está sediento, se compra un smoothie o un frappuccino por 9 dólares y quizás más tarde una hamburguesa por 30 dólares. Se hace unas fotos aquí y allá y luego, si eso, disfruta del paisaje.

Paisaje urbano de Wynwood Walls. Fotografía: Nika Kramer

BesArt: más es mejor (o el museo de arte urbano más grande del mundo)

Una máxima situacionista ya nos lo advertía hace décadas: “La cultura es la mercancía que vende todas las demás”. Esta consigna ha orientado las decisiones y acciones de muchos políticos en la reconstrucción o “revitalización” —como ellos insisten en llamarlo— de barrios enteros. Tanto es así que, en España, muy pronto tendremos nuestro propio Wynwood Walls a lo bestia. Se está gestando en Santa Coloma de Gramenet, a lo largo del río Besós y en su paso por este municipio, el BesArt – The River Museum: el museo de arte urbano más grande del mundo. Fundamentalmente, este consistirá en un extenso recorrido a orillas del río Besós, plagado de murales de artistas de todos los niveles. Resulta curioso que, en su configuración3Este proyecto está siendo comisariado por Jordi Rubio, de quien no hay en internet ningún tipo de información sobre si ha coordinado o curado proyectos de naturaleza semejante, ligados al muralismo, al arte público o, de alguna forma, al arte contemporáneo., se ha decidido enfrentar artistas locales e internacionales, dejando muy claro la relevancia de cada cual. A un lado del río, en el muro que se encuentra en la orilla izquierda, se situarán los murales de los artistas internacionales y, en el lado opuesto, en el cauce derecho, se están ubicando ya desde hace unos meses los murales llevados a cabo por artistas nacionales y grafiteros locales (un espacio que se ha bautizado como El Refugio). En total se trata de 8 km de fachada (cuatro por cada orilla), pero el objetivo de los impulsores del proyecto es que el museo ocupe el total de la extensión del río, pasando por Adrià, Barcelona, ​​La Llagosta, Martorelles, Mollet, Montcada i Reixac, Montmeló, etc.: “18 kilómetros de un museo sin barreras”. 

BesArt – The River Museum. Fotografía: Mané Espinosa

La vinculación entre este museo y la naturaleza del proyecto de Wynwood Walls no es en ningún caso paranoica, gratuita o aleatoria. David Hernández, el director creativo y principal impulsor de este “museo”, explicaba en una entrevista lo siguiente: “Durante veinte años he estado viajando por el mundo por mi trabajo, y en Miami descubrí un museo de arte urbano llamado Wynwood Walls, una zona industrial donde la gran mayoría de paredes forman un inmenso museo al aire libre y pensé que deberíamos hacer algo así en Cataluña”. Queda claro, desde luego, de dónde vino la inspiración. Del mismo modo, se pueden leer las declaraciones de Núria Parlón, alcaldesa de Santa Coloma de Gramenet desde 2009, quien afirmaba hace unos meses que “el río Besós se ha transformado, sólo le faltaba la cultura”, lo que resuena directamente a aquella consigna situacionista mencionada previamente. Núria Parlón añadía además que el BesArt “contribuirá a la transformación del Barcelonès Nord en el marco de los cambios que se están produciendo en este ámbito del área metropolitana”. Que el proyecto se mide por su relevancia mediática, política e identitaria, así como por su impacto urbanístico, antes que por su calidad artística y su relevancia cultural, parece una evidencia más que patente en este caso. 

Por otra parte, no deja de sorprendernos esa necesidad compulsiva por nombrar a todo bajo la etiqueta de “museo”

Sucede además que, si profundizamos un poco más, vamos encontrando muchas capas. Para empezar, resulta muy clarificador saber que el Besós fue, hasta hace no tanto, uno de los ríos más contaminados de Europa (“la gran alcantarilla de Barcelona”). Con lo que este proyecto participa de “el renacer del río más contaminado de Barcelona”, tal y como titulaba Rodrigo Marinas para El País hace unos meses. Es por eso por lo que la alcaldesa, al hablar del BesArt como un proyecto de revitalización del contexto del río a su paso por Santa Coloma de Gramenet, hacía una y otra vez alusión a ese tan manido y manoseado término de “resiliencia”. 

Aryz, La Pugna. BesArt – The River Museum. © Lluis Olive Bulbena

Por otra parte, no deja de sorprendernos esa necesidad compulsiva por nombrar a todo bajo la etiqueta de “museo” (y añadirle una falsa y extraña idea de participación4“La gente forma parte de la obra, ¡incluso cuando no pinta! Tenemos un artista internacional haciendo un mural y, cuando se le acerca un hombre haciendo footing o un abuelo paseando, todas estas experiencias también influyen en la obra y la conforman. Por eso digo que, a diferencia de la mayoría de museos, ¡este es un museo de arte vivo!”, justificaba David Hernández, quien es además dueño de una pequeña productora (Daristoteles) y presidente de la Asociación Mediterránea Street Art.), como si con esta nomenclatura cualquier proyecto cultural o artístico cobrase una dignidad absoluta, como si alcanzase un prestigio insólito. Además de museificar la naturaleza del proyecto en cuestión, David Hernández lo elevaba a la máxima categoría, la de obra de arte, y explicaba: “queremos ser una obra de arte […]. Un Museo vivo. La mayor obra de arte urbano del mundo”. No es para nada inusual en el arte contemporáneo escuchar esta retórica hiperbólica de la que participa una cierta lógica megalómana5Para que os hagáis a la idea del delirio: “Somos un proyecto universal y ultralocal a la vez. Este museo será parte de nuestro patrimonio artístico, pero también parte de nuestra vida en sociedad. Y un referente turístico, también: la Sagrada Familia no deja de ser un proyecto ultralocal pero referente para millones de visitantes. Queremos parecernos a esto”, decía David Hernández., según la cual pareciera obligatorio dotar a tu creación de una categoría máxima: el delirio de grandeza se convierte en la norma y toda obra o proyecto o museo, o lo que fuere, tiene que ser, obligatoriamente, “el más grande de …” o “el mejor de…” o cualquier otro apelativo mayúsculo, como si tratara de un récord Guinness. También este espíritu posee al artista de nuestro tiempo, que tiene que ser el más singular y estrambótico, el más radical y exclusivo en lo suyo: tan específico y genial que, en muchas ocasiones, resulta ridículo. Como muy bien analiza Martha Rosler en su fantástico libro Clase cultural. Arte y gentrificación, estas dinámicas de muchos artistas y, concretamente, de una gran cantidad de proyectos urbanos de revitalización que reivindican lo distintivo —sea por especificidad histórica o por atribuciones estéticas— “se vuelven una parodia de lo único”.

Retrato de David Hernández, director creativo del BesArt. © Marc Llibre

De hecho, Martha Rosler es una de las figuras que más ha pensado sobre algunas de estas cuestiones ahora esbozadas: la gentrificación, la instrumentalización política del arte y la cultura, la perversión de lo creativo en manos del poder político y económico, las desigualdades generadas en estas esferas y la capacidad de lo artístico de esconder y reprimir los malestares sociales latentes (incluso de acentuarlos). Su núcleo de pensamiento fundamental, desarrollado de manera muy clara en Clase cultural, consiste en una revisión crítica de la doctrina urbana de Richard Florida, expuesta en su conocido libro La clase creativa. La transformación de la cultura del trabajo y el ocio en el siglo XXI. Su investigación busca desgranar las relaciones, agentes y lógicas de la “clase creativa” (sectores artísticos altamente visibles, entremezclados con el sector tecnológico) y analizar cómo se construye el relato de la nueva ciudad. En la ideología creativa o de la clase creativa, lo artístico y lo publicitario aparecen indistintamente amparados bajo el paraguas de lo creativo —vendría a decirnos Rosler—.

Todo ello se resume, quizás, en aquello que Martha Rosler identifica como “la inmensa utilidad de la creatividad como instrumento de gobierno”

Esta es una clave fundamental para comprender proyectos como el de BesArt, que operan con dos líneas de acción muy claras: en primer lugar, como parte de un entramado de procesos y operaciones que buscan borrar la imagen de un pasado urbanístico decrépito, con tal de dibujar un nuevo rostro (sonriente) a la ciudad y dotarla de un fulgor deslumbrante; en segundo lugar, como arte clickbait, esto es, como reclamo para potenciales turistas. Los delirios de grandeza de estos proyectos faraónicos dejan ver, por tanto, dinámicas de “revitalización” urbana —que muchas veces reprimen los graves problemas de las ciudades— y procesos auto-publicitarios —que en muchas ocasiones responden a lógicas narcisistas espectaculares con fines políticos y propagandísticos—. Todo ello se resume, quizás, en aquello que Martha Rosler identifica como “la inmensa utilidad de la creatividad como instrumento de gobierno”.

Wynwood Walls a la madrileña: muralismo revitalizador en Colonia Marconi

Debe aclararse que, como antes se mencionaba, el caso del BesArt. The River Museum no es en ningún caso un ejemplo aislado. Cada vez son más los políticos de distintas latitudes que se están sumando al carro de reproducir este modelo de artistización de barrios a través del muralismo, como un eterno retorno de la Ciudad Creativa. Se trata de una estrategia estética muy superficial y precaria que pretende dotar de otra cara a un específico contexto urbano (usualmente marcado por la pobreza y desatención), sin poner en práctica un verdadero compromiso (ni político ni económico ni humano ni de ningún tipo). Como quien da una nueva capa de pintura a una pared llena de humedades, este tipo de soluciones y planeamientos urbanos demuestran la falta de inteligencia política y la incapacidad de armar proyectos de ciudad (o de barrio) complejos, profundos, radicales, con un programa estudiado y una marcada hoja de ruta. Se trata de tentativas por “aculturar” y “amabilizar” la ciudad por la vía rápida, como la materialización más clara del poder de las soluciones banales a problemas urbanos graves. Ante la complejidad para pensar un proyecto global de urbanismo y una remodelación del espacio urbano, se hace una apuesta por estas soluciones residuales y fragmentarias.

En este sentido, otro caso flagrante de estetización superficial es el que se aprobaba el pasado año para el barrio madrileño de Colonia Marconi (ubicado en Villaverde). Contrariamente al caso de Santa Coloma de Gramenet, donde sí que ha habido un esfuerzo previo a la creación del BesArt. The River Museum por acondicionar la zona y mejorar la calidad del espacio, en este caso se asemeja más aún a la dinámica puesta en práctica en Miami con el barrio de Wynwood, donde la empresa estetizante no es la guinda del pastel sino el punto de partida (y punto final). En este caso se trata de un programa —impulsado por Begoña Villacís, exvicealcaldesa de Madrid— de intervenciones artísticas urbanas (cinco murales y dos esculturas) que se proponía en su día como “el inicio de renovación de esta zona del distrito de Villaverde”. Algunos medios se han hecho eco de esta noticia, apuntando a la confluencia con el barrio de Wynwood: “El plan de Villacís para replicar Wynwood Walls, el barrio del arte de Miami, en el epicentro de la prostitución de Madrid”. Una vez más, la convergencia con Wndwood Walls no es aleatoria sino explícita. De hecho, la propia Begoña Villacís explicaba lo siguiente: “Yo soy aficionada a la pintura y además había vivido en Estados Unidos durante un tiempo. Conocía Wynwood Walls y vi la oportunidad de replicar esa idea en una de las zonas más deprimidas de Madrid, que ahora básicamente destaca por la prostitución, la inseguridad y el tráfico de drogas”. Entre otras declaraciones sorprendentes, Villacís llegó a aseverar en su día que cuando vio las paredes de las industrias de Colonia Marconi, lo que vio allí fueron lienzos en blanco. A lo que añadía finalmente que “la idea es generar movimiento en el barrio, que acabe desplazando a la delincuencia”. La pregunta quizás más pertinente sería justamente interrogarse por ese acto de desplazamiento insinuado: “¿desplazar hacia dónde…?”.

La Ciudad Creativa siempre se impone allí donde uno menos se lo esperaba, en las afueras, las periferias y suburbios; allí donde nadie le había invitado

Nuevamente, se trata de hacer un Wynwood Walls, pero esta vez a la madrileña, y de manera tremendamente cutre: con un presupuesto de 200.000 euros y escogiendo 2 esculturas y 5 murales para edulcorar el paisaje urbano del deteriorado Polígono Industrial de Villaverde. Muy acertadamente, en la web de la Asociación Vecinal de Colonia Marconi se publicaba un artículo titulado Arte urbano para ‘revitalizar’ el polígono industrial, que analizaba este caso en cuestión y donde se podía leer: “Esperemos que esta no sea la única inversión para revitalizar el olvidado Polígono Industrial de Villaverde, y venga acompañada de muchas más acciones que seguro ayudarían a fomentar el crecimiento de la zona industrial, a la vez que continuarían revitalizando”. Por su parte, Ainhoa, vecina del barrio, explicaba de manera muy clara que “ahora hay narcochabolas en las que los sábados hay cola para pillar droga. Hay un problema grave de prostitución incluso a plena luz del día. Los murales están bien, pero no basta con convertir la zona en visitable”. Y añadía: “Hay que adecentar la zona y construir espacios verdes y aceras más grandes”. Respondiendo a esta crítica de gentrificación y de falta de compromiso, Villacís se excusaba diciendo que “lo que hacemos es intentar mejorar todos los barrios. Que sepan en esas zonas que no los damos por perdidos ni los abandonamos. Que, si al final construimos buenos proyectos en todos los barrios, no va a haber gentrificación. Y que, si se acaba revalorizando la zona, será señal de que al final lo hemos hecho bien”. La falta de inteligencia de muchos de nuestros dirigentes políticos asusta, por desgracia, más que una buena película de terror.

Presentación del proyecto de recuperación del Polígono Marconi a través del arte urbano. © Ayuntamiento de Madrid

El arte de salvar la ciudad con arte (una y otra vez)

La Ciudad Creativa siempre se impone allí donde uno menos se lo esperaba, en las afueras, las periferias y suburbios; allí donde nadie le había invitado. En este sentido, el arte vendido como panacea, como promesa de felicidad y bonanza en estos barrios, tiene mucho que ver con esa idea de phármakon platónica: como ofrenda mesiánica, cura y remedio para todos los males, que al mismo tiempo se torna, subrepticiamente, veneno, ponzoña y agravante de todos nuestros malestares. En su mencionado planteamiento de Pascal Gielen (expuesto en su ensayo “Performing the Common City: On the Crossroads of Arts, Politics and Public Life”), desarrolla el comentado paradigma de la “Ciudad Creativa” y desgrana la peculiar dialéctica sobre la que se funda este tipo de ciudad (muy abundante en nuestras sociedades). Esta ciudad, al mismo tiempo creativa y represiva, se dedica a incentivar el arte y la cultura y a encubrir, a través de estas manifestaciones artísticas en el espacio público, los principales problemas urbanísticos. Así, esta imagen creativa de la ciudad “sirve para disimular y ocultar la confusión urbana ante la creciente desigualdad social”, tal y como explica Gielen. Por lo tanto, se configura el espacio urbano mediante una estrategia publicitaria o “plan de marketing” que pone el foco sobre una serie de iconos, para que brillen y destaquen sobre el resto.

Volviendo a la artista y teórica estadounidense Martha Rosler, esta amplía el espectro de nuestra artistización productiva y propone el término de “modo artístico de producción”, para desarrollar la hipótesis de que nuestras condiciones actuales de producción se han vuelto “artísticas”. Esto no quiere decir que sean más autónomas y emancipadoras sino todo lo contrario. Significa, como también señala Stephen Squibb, que el arte y los artistas están siendo cada vez más instrumentalizados, como también documentaría Sharon Lukin en su visionario libro Loft Living. Culture and Capital in Urban Change (1982). El modo artístico de producción es, dice Rosler, “un fenómeno urbano y se refiere no solo a la creación y la celebración de patrones de consumo como nueva base para la identidad artística, sino también a su despliegue activo en la conversión de barrios de clase trabajadora y de centros industriales”. Siguiendo las posiciones teóricas de George Yúdice y Fredric Jameson, el “modo artístico de producción” referiría menos a una formación social urbana específica que a un modelo más abstracto de la economía contemporánea que ahora sitúa a la cultura en el centro.

Lo verdaderamente relevante será preguntarse siempre por el impacto genuino a medio y largo plazo que estas intervenciones tienen sobre la ciudad, sobre el territorio y su población

En el caso de este tipo de proyectos, como en el de Wynwood Walls, BesArt o Colonia Marconi, donde la Ciudad Creativa hace su súbita aparición, lo verdaderamente relevante será preguntarse siempre por el impacto genuino a medio y largo plazo que estas intervenciones tienen sobre la ciudad, sobre el territorio y su población: ¿mejoran estos la vida de la gente?, ¿cómo lo hacen?, ¿embellecen la ciudad o solo la adornan en sus lindes?, ¿qué intereses latentes (políticos, económicos, personales) esconden estas operaciones? Todo ello lo insinúa muy agudamente Martha Rosler cuando se pregunta: “¿no podríamos, siguiendo a David Harvey, hablar de parche artístico o cultural, en donde el arte y la cultura no son precisamente autóctonos del ciclo productivo o circulatorio, sino que son más bien convocados por sus beneficiarios para actuar como agentes estabilizadores en tiempos de crisis?”.

De Nueva York a Miami, de Miami a Villaverde, de Villaverde a Santa Coloma de Gramenet…, y podríamos seguir viajando por el mundo

En este sentido, de la misma manera que Rosler habla de cómo “en los años setenta, el arte aparecía como una nueva plataforma para los políticos cansados de lidiar con la pobreza”, George Yúdice, en El recurso de la cultura: usos de la cultura en la era global, desarrolla la cuestión de la “culturalización” de la política y sus usos estratégicos e ideológicos en un sentido amplio. A este respecto, se refiere a todos estos procesos de politización de la estética en relación a aquellos análisis benjaminianos de la perversión de la estética en favor de campañas políticas autoritarias como el nazismo. “¡Sombras de Walter Benjamin!”, exclama indignado. Yúdice habla del “modelo de marketing de la posguerra”, que se encontraría en el corazón de la política contemporánea, e invoca la estetización de la política, muy marcada en EE.UU. desde la administración de Reagan.

De Nueva York a Miami, de Miami a Villaverde, de Villaverde a Santa Coloma de Gramenet…, y podríamos seguir viajando por el mundo; saltando de sitio en sitio, de barrio en barrio, de ciudad en ciudad, para toparnos con esos coloridos y divertidos paisajes urbanos que conforman la Ciudad Creativa, de apariencia kitsch e inocente. Espectacularmente estetizada, esta efectúa su retorno como un trauma al reaparecer una y otra vez, de forma compulsiva sobre el territorio. Cada vez más, resulta necesario verter una mirada crítica sobre este devenir edulcorado de nuestras urbes, sobre esta “estetización del mundo” —que dice Gilles Lipovetsky—, que viene a salvarnos de la fealdad y la decadencia con un barniz amable y fulgurante, con un brochazo infinito y un enorme attrezzo urbano para instragramear sin fin.

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    A propósito del documental Right to Wynwood, esta reflexión de sus autores: “Queremos que la gente se dé cuenta de la peculiar forma en que el barrio fue gentrificado, una de ellas es el uso del arte de la calle como una herramienta de marketing. Es una historia sobre Miami en todos los sentidos posibles, desde el arte a la cultura, a la economía, a la comunidad. Nuestra película es una documentación de una parte única de la historia de Miami que acaba de estar en proceso ahora mismo. Aunque la gente ha estado llamando a Wynwood el «Soho de Miami», hemos descubierto que esto simplemente no es cierto, ya que la gentrificación en Wynwood ocurrió de una manera completamente diferente, con motivos completamente diferentes. También hemos descubierto que nadie sabe lo que realmente sucedió, nunca han oído la palabra gentrificación en sus vidas, y en su mayor parte están felizmente inconscientes de lo que ha estado pasando en sus propias calles. Muchas personas están explorando Wynwood, pero nadie está haciendo ninguna de las preguntas de qué somos”.
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    Un estudio simple cuesta actualmente entre 2.500 y 3.000 dólares al mes de alquiler y un apartamento de 2 o 3 habitaciones puede llegar a costar entre 4.500 y 6.000 dólares al mes.
  • 3
    Este proyecto está siendo comisariado por Jordi Rubio, de quien no hay en internet ningún tipo de información sobre si ha coordinado o curado proyectos de naturaleza semejante, ligados al muralismo, al arte público o, de alguna forma, al arte contemporáneo.
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    “La gente forma parte de la obra, ¡incluso cuando no pinta! Tenemos un artista internacional haciendo un mural y, cuando se le acerca un hombre haciendo footing o un abuelo paseando, todas estas experiencias también influyen en la obra y la conforman. Por eso digo que, a diferencia de la mayoría de museos, ¡este es un museo de arte vivo!”, justificaba David Hernández, quien es además dueño de una pequeña productora (Daristoteles) y presidente de la Asociación Mediterránea Street Art.
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    Para que os hagáis a la idea del delirio: “Somos un proyecto universal y ultralocal a la vez. Este museo será parte de nuestro patrimonio artístico, pero también parte de nuestra vida en sociedad. Y un referente turístico, también: la Sagrada Familia no deja de ser un proyecto ultralocal pero referente para millones de visitantes. Queremos parecernos a esto”, decía David Hernández.