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Viaje al centro de la tierra

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Sergio Belinchón. Venus Grotto, 2013. Courtesy of the artist.

Al principio no vi nada. Acostumbrados mis ojos a la obscuridad, se cerraron bruscamente al recibir la luz. Cuando pude abrirlos de nuevo, me quedé más estupefacto que maravillado.

—¡El mar! —exclamé.

—Sí —respondió mi tío—, el mar de Lidenbrock. Una vasta extensión de agua, el principio de un lago o de un océano, se prolongaba más allá del horizonte visible. La orilla, sumamente escabrosa, ofrecía a las últimas ondulaciones de las olas que reventaban en ella, una arena fina, dorada, sembrada de esos pequeños caparazones donde vivieron los primeros seres de la creación. Las olas se rompían contra ella con ese murmullo sonoro peculiar de los grandes espacios cerrados, produciendo una espuma liviana que, arrastrada por un viento moderado, me salpicaba la cara. Sobre aquella playa ligeramente inclinada, a cien toesas, aproximadamente de la orilla del agua, venían a morir los contrafuertes de enormes rocas que, ensanchándose, se elevaban a una altura tremenda. Algunos de estos peñascos, cortando la playa con sus agudas aristas, formando cabos y promontorios que las olas carcomían. Más lejos, se perfilaba con gran claridad su enorme mole sobre el fondo brumoso del horizonte.

Era un verdadero océano, con el caprichoso contorno de sus playas terrestres, pero desierto y de un aspecto espantosamente salvaje.

Era una especie de aurora boreal, un fenómeno cósmico continuo que alumbraba aquella caverna capaz de albergar en su interior un océano

Mis miradas podían pasearse a lo lejos sobre aquel mar gracias a una claridad especial que iluminaba los menores detalles. No era la luz del sol con sus haces brillantes y la espléndida irradiación de sus rayos ni la claridad vaga y pálida del astro de la noche, que es sólo una reflexión sin calor. No. El poder iluminador de aquella luz, su difusión temblorosa, su blancura clara y seca, la escasa elevación de su temperatura, su brillo superior en realidad al de la luna, acusaban evidentemente un origen puramente eléctrico. Era una especie de aurora boreal, un fenómeno cósmico continuo que alumbraba aquella caverna capaz de albergar en su interior un océano.

La bóveda suspendida encima de mi cabeza, el cielo, si se quiere, parecía formado por grandes nubes, vapores movedizos que cambiaban continuamente de forma y que, por efecto de las condensaciones, deberían convertirse en determinados días, en lluvias torrenciales. Creía yo que, bajo una presión atmosférica tan grande, era imposible la evaporación del agua; pero, en virtud de alguna ley física que ignoraba, gruesas nubes cruzaban el aire.…

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