En tiempos no tan pretéritos históricamente hablando, cuando la fotografía intentaba dar sus primeros pasos en el mundo del arte, los fotógrafos dirigieron su mirada hacia las obras pictóricas que más éxito cosechaban en la sociedad de la época. La alta sociedad victoriana se emocionaba vivamente ante las escenas bucólicas, las alegorías, las escenas de corte literario, el mundo inalcanzable de la Arcadia, o las más o menos lamentables escenas pastoriles y los paisajes tenebrosos con tremebundas puestas de sol más apropiados para un decorado wagneriano para el Covent Garden que para las paredes de un salón confortable. Unas imágenes que les transportaban a un mundo simbólico y altamente idealizado que les permitía olvidarse con elegancia de los problemas reales de su entorno más inmediato. Cercanos a este curioso estatus social o pertenecientes a él, autores como Henry Peach-Robinson, Julia Margaret Cameron, Oscar Gustave Rejlander y, hasta cierto punto, Roger Fenton, decidieron incorporarse a este movimiento artístico, probablemente con la perversa idea de que si sus obras se parecían a las pinturas que tanto éxito cosechaban, la fotografía se fundiría con el arte y, con un poco de suerte, sería medida, valorada e incluso remunerada bajo el mismo rasero que su hermana mayor, la pintura.
Si gracias a los fotógrafos viajeros y a los documentalistas en general, ya nadie negaba que la fotografía tenia un indiscutible valor como testimonio de su tiempo, los fotógrafos victorianos decidieron que valía la pena intentar ganar también para la fotografía el reconocimiento de su capacidad para expresar los más elevados sentimientos humanos, convirtiéndose de esta manera en adecuado vehículo de creación artística. Sin embargo, algo debió fallar en aquel loable intento. Para empezar, estos fotógrafos, más que como artistas, pasaron a la historia como “fotógrafos pictorialistas”, término que, personalmente, siempre me ha parecido altamente despectivo. En segundo lugar, estos pioneros despechados observaron que los emolumentos de su trabajo seguían siendo tan precarios como antes. Y, finalmente, tuvieron que soportar una frase que hizo gran fortuna y que todavía hoy hay quién la pronuncia. Ante sus mejores obras, la frase caía como un martillo pilón sobre sus oídos y su orgullo: “Esta fotografía es tan hermosa que parece una pintura”.
Las cosas siempre han sido difíciles para los pioneros…
Posteriormente, cuando la fotografía ya podía considerarse mayor de edad, los artistas que la utilizaban retomaron aquel empeño de sus predecesores lanzando guiños de complicidad a las grandes obras de la pintura, recreándolas o simplemente, partiendo de ellas como motivo de inspiración para la realización de su propia obra.…
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