Sin cabeza · Carlos Pardo
La única foto que tengo de mi padre es la de alguien en algún lugar. Creo que lleva un traje marrón claro (es una foto en blanco y negro). Es un hombre que no ha cumplido los treinta y tres. No se le adivinan barriga ni tendencia a la obesidad. Tampoco se prevé ni se intuye ni se sugiere, ni mucho menos se deduce, lo que él y yo sabemos. Es una imagen sin superstición, un poco tétrica. Baja una escalera, viene hacia nosotros, hacia mi madre. No puedo echarle la culpa de mi sobrepeso. Por lo demás, es un hombre sin cabeza.
Sin querer parecer grandilocuente, pienso en él cada vez que veo un hombre sin cabeza. Un turista semioculto por una señal de prohibido, el borrón de un gaditano bajo una sombrilla, un ajusticiado: el escalofrío me habla de mi padre.
Y si lo que veo es una descabezada, aunque no deba, también pienso en mi madre. Pienso en los dos, alegres en su noche de amor en blanco y negro, follando sin cabeza.
La foto se presta a interpretaciones. Por ejemplo, con dieciocho años, en mi viaje a Holanda, quise pensar que había sido tomada en la ciudad de la prostitución y de la marihuana. Eso le daba a mi padre un aire bohemio.
Casi siempre era el que no había servido al Régimen: mi padre –conozco a mi madre– no podía haber sido una persona de orden. Aunque quizá –conozco a mi madre– mi padre sólo podía haber sido una persona con autoridad, digamos un policía. No obstante, esa mancha con bigote ha sido, sobre todo y durante muchos años, Joaquín Sabina en los setenta, huido de Jaén. La culpa es del suplemento dominical de El País, y lo llamo: “el pastiche clandestino de mi padre”.
Mi madre y mi padre veranearon juntos cuando ella llevaba el pelo rubio-plateado. Ese fue el último verano pero también el primero. Viajaban con otra pareja: Margarita, la amiga rubia-plateada de mi madre, y un hombre que, a falta de testigos, llamaré Ramoneda.
Me imagino a mi padre muy seguro de sí mismo: –¡Ah, no, no! Éste es “el restaurante” –dice, y por eso aquel día no salen a cenar, porque “el restaurante” está cerrado, y el otro italiano, abierto a pocos metros, es un “falso italiano”: falsos manteles a cuadros y pasta con mucha salsa cuando se sabe que la comida italiana no tiene apenas salsa.…
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