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Si el autor está muerto…

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Detalle de: Nan Goldin. Cookie at Tin Pan Alley, NYC, 1983. Courtesy of the artist.

El Autor ha muerto

En 1967, y no en 1968 como se empeñan algunos para que coincida con las revueltas estudiantiles de París, Roland Barthes publicó en una revista americana uno de los artículos más conocidos de la contemporaneidad, o, al menos, uno de los más citados por lo que de eslogan paródico de otra muerte divina, algo más antigua, tiene su título: “La muerte del Autor”. Fue en el número de Aspen, así se llamaba la revista, que estaba dedicado a uno de los poetas con los que se inició lo contemporáneo: Stéphane Mallarmé, el poeta del puro lenguaje. Era un número doble, 5 y 6, al que pronto se le añadió un calificativo, el de minimalista. The Minismalist issue es como se conoce ahora, seguramente porque el anterior fue adjetivado como pop, siguiendo así esa lógica progresiva tan habitual, pero también por su insistencia en el lenguaje, aunque esta sería quizás más apropiada para un especial sobre el conceptualismo, y por los nombres de algunos de los artistas que colaboraban en él como Sol Lewitt, al que nunca le gustó esa etiqueta de mínimos, Robert Morris, que acabaría abandonando las grandes estructuras geométricas en gris neutro para trabajar con fieltro produciendo formas que resultarían demasiado orgánicas para un fundamentalista de esa corriente, y Dan Graham, que no siempre encaja en lo que la historia del arte ha dado en llamar minimalismo para fabricar, otra vez fabricar, un movimiento que unificase distintas tendencias de la escultura de los sesenta. En esos ejemplares minimalistas de Aspen podían leerse, en algunos casos, sería mejor decir, verse y escucharse, incluso construirse, textos y obras de Samuel Beckett, Mel Bochner, William Burroughs, John Cage y Morton Feldman, Merce Cunningham, Marcel Duchamp, George Kubler, Max Neuhaus, Robert Rauschenberg, Hans Richter, Alain Robbe-Grillet, Tony Smith, o Susan Sontag. Muchos nombres propios, demasiados, para el índice de un número en el que se proclamaba que el autor estaba muerto. Un índice que ahora se ha convertido en una especie de canon, que es canónico, en el que todos han sido canonizados, puede que porque había que sacrificarse, ser un mártir, dejarse matar como el Autor del artículo de Barthes, para formar parte de él. Un mal que en aquella década parecía hacerse necesario: fallecer como autor para renacer como autoridad. Antes no resultaba del todo imprescindible asesinarse –aunque pueda pensarse que la ola de suicidios románticos, las enfermedades infecciosas finiseculares, las desapariciones vanguardistas y los accidentes de tráfico de postguerra, lo desmientan– para llegar a serlo.…

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