La misoginia es un lenguaje. Un contrato social con muchas cláusulas. Su palabra permea todas las capas de la significación. No se enuncia sólo en el campo de lo político, lo ideológico y lo racional, también habita los mapas del inconsciente. Sus sentencias nos atraviesan, sus escrituras se graban en nuestras acciones y en nuestros cuerpos. La violencia sexual es una interpelación constante. Humillación. Acoso. Agresión. Control. Y el mensaje más explícito, el asesinato. Los feminicidios y transfeminicidios son expresiones públicas y políticas de una crueldad impune y sistematizada. Ejecuciones firmadas por las políticas de muerte del orden patriarcal. Como escribe Hélène Cixous, “censurar el cuerpo es censurar, de paso, el aliento, la palabra”. Esta es la gramática elemental de la violencia sexual, el principio básico de su escritura. La misoginia habla para silenciar.
Raíz
Aunque es imposible saber dónde empieza y dónde acaba el corpus de la escritura misógina, sus textos dejan un rastro de posibles etimologías. Entre el análisis teórico y la licencia poética, la raíz semántica de la misoginia nos conduce a la fórmula del binarismo más radical. El Yo y el Otro. El Yo contra el Otro. El Yo sobre el Otro. Los marcos de pensamiento que estructuran nuestro sistema de organización social –enquistados en el ideal del sujeto racional, individual e independiente de la Modernidad– siguen un esquema de oposiciones que se despliegan de esta primera dicotomía. Masculino sobre Femenino. Blanquitud sobre Negritud. Razón sobre Emoción. Norte sobre Sur. Estas consignas maniqueas no responden a un orden meramente dual. El Otro no es el interlocutor del Yo, sino su negación. Aquello que el Yo no es. La falta, el vacío, lo ajeno. Mientras que el Yo es la máscara legítima del sujeto, esa ficción a la que nos aferramos para darle sentido a la existencia, el Otro encarna la marca de la desposesión. La relación que se establece entre ambas figuras no es horizontal, es jerárquica. El único diálogo posible entre ellas es el de la dominación y la sumisión. El Yo debe dominar al Otro para afirmar su autoridad frente al abismo que el Otro representa. Sin embargo, el objetivo de la agresión no se origina en lo ajeno, sino en lo propio. Mediante el control y la posesión del Otro, el Yo intenta protegerse de su propia falta, esconder el vacío y el extrañamiento que asoman en su propio reflejo. Al demostrar que es capaz de oponerse al Otro, de trazar una frontera rígida e impermeable entre ambos, el Yo proyecta una ilusión de hermetismo y aislamiento.…
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