“El hombre moderno que se tatúa es un delincuente o un degenerado.
Hay cárceles en las que el ochenta por ciento de los internos están tatuados.
Los tatuados que no están en prisión son delincuentes latentes o aristócratas degenerados”.
Adolf Loos, Ornamento y delito, 1908.
O artistas radicales. El minucioso Adolf Loos se olvida de los artistas cuando escribió esta invectiva en su célebre artículo Ornamento y delito. En su opinión, lo moderno debe abandonar todo atavismo, y la decoración lo es, especialmente la decoración del propio cuerpo, el paradigma de la condición tribal, del desperdicio simbólico. Por las mismas fechas, Cesare Lombroso parece estar más atento a las variedades de la desviación e incluye a los artistas en el listado de las mentalidades ‘nerviosas’, junto a delincuentes, locos y, curiosamente también, tatuados.
Desde la Viena apocalíptica al Moscú de las primeras vanguardias: sólo cinco años después de Ornamento y delito, Mijail Larionov e Ilia Zdanevich explican en su manifiesto ¿Por qué nos pintamos? que los jeroglíficos y signos que aparecen sobre su rostro o su cuerpo forman parte de esa premisa vanguardista que hace del futuro un retorno salvaje a la tribu. No hay futurismo sin una cura de olvido de la Historia. Frente a ella, el arte esgrime las armas del pasado prehistórico: las primeras palabras (el balbuceo dadá), los primeros gestos (signos sobre la piel, tam-tam, máscaras, danza incoherente…) Son los aspectos más explícitamente primitivos del Cabaret Voltaire. Su actitud anti-moderna está denunciando la delincuencia institucional del Estado militar, la locura furiosa de la guerra y sin embargo son ellos los considerados excéntricos, nihilistas (sinónimo de anarquistas) y delincuentes, quizás sólo porque se cubren el rostro con máscaras tribales o se pintan el cuerpo.
El tatuado es, para Loos, un delincuente del ornamento, un derrochador que, además, actúa contra sí mismo ya que, individualizado con su dibujo en la piel, convierte su cuerpo en lenguaje delator, un libro abierto de cara a la autoridad. Desde sus orígenes, la fotografía judicial encuadra el rostro del delincuente, ya que esta parte del cuerpo es la que concentra el máximo de información individualizada: cabello, ojos, orejas, nariz, boca, mentón…; pero el tatuado, con su gesto ornamentalmente perverso, hace de su piel un texto añadido, un relato pormenorizado de su desviación. El tatuaje de los delincuentes es una representación de sus fechorías, una “viñeta gráfica de su hazaña o su destino”, escribe Foucault.…
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