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“Las diez en punto” del señor Whistler

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Damas y caballeros

Con gran vacilación y muchos recelos comparezco ante ustedes en el papel de El Predicador.

Si la timidez está aliada con la virtud de la modestia y puede hallar favor a los ojos de ustedes, les ruego que en aras de esta virtud me concedan su máxima indulgencia.

Alegaría en mi defensa que no estoy acostumbrado, si no fuera porque, a juzgar por los precedentes, es ridículo pensar que nadie espere algo distinto de una redomada desfachatez en relación con la cuestión que me ocupa; y es que no les ocultaré que me propongo hablar de Arte. Sí, de Arte –que en los últimos tiempos se ha convertido, gracias a la abundancia de debates y textos, en una especie de tema habitual de sobremesa.

¡Ha llegado el Arte a la ciudad! El galán le dará al pasar una palmadita en la mejilla, el dueño de la casa lo atraerá hasta el interior de sus muros y logrará con argucias que se deje ver por las visitas, como prueba de cultura y refinamiento.

Si la familiaridad puede ser madre del desprecio, no hay duda de que el Arte –o lo que en la actualidad pasa por él– ha sido llevado a su más bajo nivel de intimidad.

Se ha hostigado a la gente con toda guisa de Arte, y se la ha abrumado con métodos variopintos de hacerlo perdurar. Le han dicho que ha de amar el Arte y vivir con él. Se han invadido sus hogares, se han cubierto de papel sus paredes, incluso su vestimenta se ha sometido a crítica –hasta que al fin la gente ha despertado y, desconcertada y llena de las dudas e inquietudes que resultan de las insinuaciones absurdas, se resiente ante tamaña intrusión y expulsa a los falsos profetas que han sumido el nombre de lo bello en el descrédito y se han vuelto objeto de escarnio.

¡Ay! Damas y caballeros, el Arte ha sido calumniado. Nada guarda en común con semejantes prácticas. El Arte es una diosai de exquisito pensamiento; de costumbres reservadas, renuncia a toda prominencia y no tiene la menor intención de hacer que nadie mejore.

Está, por añadidura, egoístamente ocupada con su propia perfección, y nada más; no tiene el menor deseo de impartir lecciones; busca y encuentra lo bello en toda circunstancia y en todas las épocas, como hizo su sumo sacerdote Rembrandt cuando vio pintoresca grandiosidad y noble dignidad en el barrio judío de Ámsterdam y no lamentó que sus habitantes no fueran griegos.…

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