Soy de un lugar y de un tiempo de sobreabundancia. El Reino Unido neoliberal. Su fachada todavía vende la ilusión de que todo va bien. Como consumidora de este tiempo, nunca he llevado una vida de excesos y no soy despilfarradora. Según las normas vigentes, no he perdido el control. Aun así, he dejado una masa de desperdicios de tamaño absurda y violenta detrás de mí. Es un rastro de restos materiales sin sentido. Es el accidente de la adquisición. No lo pedí, ni lo busqué, ni me di cuenta de haberme enredado en la práctica mortal de consumir a un grado descomunal por encima de lo que necesitaba. Total, para luego no tener ni donde guardármelo, ni un ladito en el planeta por donde lo podría hacer desaparecer, ni un truquito para desintoxicar su legado infernal.
Ahora soy residente de un lugar y de un tiempo de escasez y aguante, donde cualquier fachada de un mundo plenamente operativo (fully functioning) ya está en ruinas. Resido en La Habana, Cuba, donde la piedra se la come el salitre y la madera se la comen los bichos. El metal se oxida hasta quedarse en nada y el plástico se raja para mantenerse con poca o cero funcionalidad. El color persiste en un eterno menguante mientras el cemento gris domina la lucha del aguante material. Compro los cinco huevos mensuales que me tocan en la bodega y cargo el agua en cubos “criollos” de la microindustria casera del plástico reciclado. Me aguanto cuando el tanque madre esta vacío, cuando no hay luz, ni guagua, ni harina, ni refrigerador. Se aguanta la espera, la búsqueda, la vida sin aquel objeto de una necesidad. Y lo principal que he aprendido de los cinco años de este experimento vital en Cuba es que mi privilegio aún sobreabunda comparado con la media global.
Allá, aun viviendo en aquel mundo de la superabundancia, en un momento de frustración, me salió de forma inesperada el compromiso (pledge) de desistir de adquirir más ropa por el resto de mi vida. Así fue que en el septiembre del 2008 decidí no consumir ropa jamás, y de hacer durar lo que ya tenía. Un día, me enfrenté con los montones de ropa y otras pertenencias textiles y me sentí aplastada con el peso de un bulto tanto físico como psicológico. Me chupaba tiempo y energía, por el grave error, por la responsabilidad, la culpabilidad, por haber sido cómplice de un sistema destructivo, y por la incapacidad de imaginar cómo escaparme de sus enredaderas que gobernaban mi vida entera.…
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