«Hay plantas que no tienen cabida en los jardines, que no se dejan cultivar, que siguen únicamente sus propios dictados, como la alcaparra de delicadas flores que crece sin tocar el suelo, colgada de los muros, o las agrestes margaritas marítimas, que prosperan en los suelos pedregosos y pobres de los roquedales costeros, o las crasuláceas como la uva de gato que prenden en los tejados sobre la escasa tierra transportada por el viento, o las amapolas que se entrometen en las macetas de los balcones y sobresalen de los setos perfectamente cortados de los parques. Nos son desconocidos los nombres de las malas hierbas que crecen en las cunetas de las carreteras poco transitadas, los descampados y los solares abandonados. Esas plantas indisciplinadas, furtivas u oportunistas colonizan una tierra de nadie, fronteriza, sin cultivar ni urbanizar, que Gilles Clément bautizó como el Tercer Paisaje. Con ese fértil concepto se refiere a áreas residuales, degradadas y marginales que, pese a ser espacios improductivos o baldíos, o tal vez por eso mismo, se convierten en refugios de la biodiversidad o, por decirlo más claramente, nichos de malas hierbas. Esos territorios ni habitados ni deshabitados, situados en los márgenes, en los intersticios entre la ciudad y el campo, escapan a la definición de jardín, tierra de labor o reserva natural. Son espacios de vida abiertos y en movimiento, “dejados al libre desarrollo de las especies que en él se instalan”.»
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Si te paseas por la ciudad buscando con la mirada cualquier resquicio de verdor, descubres un jardín clandestino, casi invisible, formado por esmirriados yerbajos, maleza resistente e intrépidos y flemáticos matojos. Esa flora indocumentada e irreductible, curtida en mil y una dificultades, sabe hacer de la necesidad virtud, amoldarse a las circunstancias más comprometidas con estoicismo y aprovecharse de las posibilidades que les ofrece el entorno. Podría decirse de ellas lo que el inspirado poeta y teólogo Angelus Silesius escribió en el siglo XVII de la rosa, su aparente antagonista: “son sin porqué, florecen porque florecen; no tienen preocupación por sí mismas, no desean ser vistas”.
Si bien se piensa, hay algo épico en esas semillas que germinan en un terreno poco propicio, que, contra todo pronóstico y desafiando a toda lógica, arraigan donde parece imposible, enraízan por una coincidencia afortunada en una rendija del asfalto, en la junta entre dos adoquines de la calzada, a los pies de una farola, en una cornisa o entre las tejas.
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