En la apariencia de las cosas, es inútil tener en cuenta solamente las señales inteligibles que permiten distinguir unos elementos de otros. Lo que atrae al ojo humano no sólo determina el conocimiento de las relaciones entre distintos objetos, sino también un estado mental concreto, decisivo e inexplicable. Así, la visión de una flor, obviamente, revela la presencia de esta parte bien definida de una planta, pero es imposible quedarse en esta observación superficial; de hecho, la visión de la flor provoca reacciones mentales mucho más significativas, porque la flor expresa una resolución vegetal oscura. Está claro que el lenguaje por sí solo no puede expresar adecuadamente lo que revelan la configuración cromática y la corola, las marcas de suciedad del polen o la frescura del pistilo; sin embargo, no tiene ningún sentido ignorar (como se hace normalmente) la indescriptible presencia real, ni rechazar determinados intentos de interpretación simbólica como algo absurdo y pueril.
Incluso sin consultar la lista tradicional, se podría prever que la mayoría de yuxtaposiciones del lenguaje de las flores habrían tenido un carácter fortuito y superficial. Es facilísimo saber por qué el diente de león transmite expansión, el narciso egoísmo y el ajenjo amargura. Lo que aquí se plantea claramente no es la adivinación del significado secreto de las flores, ya que uno puede comprender fácilmente sus conocidas propiedades o el mito asociado. Se buscarían inútilmente paralelismos que transmitan una comprensión oculta de las cosas que aquí se plantean. De hecho, poco importa que las aguileñas sean el símbolo de la tristeza, el dragón el símbolo del deseo o los nenúfares de la indiferencia… Parece oportuno reconocer que dichas aproximaciones se pueden renovar según el deseo de cada uno y basta con conceder una importancia primordial a interpretaciones mucho más simples, como las que vinculan a las rosas o el torvisco con el amor. No hay duda de que estas dos flores, por sí mismas, puedan hacer referencia al amor humano –incluso si hay una correspondencia más exacta (como cuando se hace que el torvisco diga: “has despertado el amor en mí”, algo un tanto problemático cuando es una planta tan sosa la que lo transmite), es a las flores en general, no a ninguna en concreto, a las que uno atribuye el extraño privilegio de revelar la presencia del amor.
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