Las ferias del libro suelen ser sobre todo eso, ferias. Es decir: una celebración, una excusa para que las familias echen el fin de semana y los feriantes saquen unas monedas. Un requisito de las ferias es su banalidad: ningún escritor debería ir a una feria con ánimo de salvar el mundo. Ni tan siquiera la literatura, ni mucho menos a sí mismo. En una feria se salva la tarde, todo lo más. Por eso, cuando viajo a una me gusta ir con las manos en los bolsillos y la ocurrencia en la boca, más entertainer que intelectual.
La de Lima es una feria grande, como todo en esa ciudad, y cuando me invitaron a ella participé en un proyecto artístico que me gustó mucho llamado Maletas viajeras. Un grupo de escritores españoles y peruanos escogimos cinco objetos que nos explicaban. La disposición museográfica incluía unas vitrinas en forma de maletas abiertas con los objetos dispuestos en exposición y un vídeo donde nosotros mismos explicábamos la selección y su sentido. Para presentarlo, montaron una mesa redonda con algunos de los participantes.
Aunque mi selección era trágica (una foto de mi hijo muerto, un analgésico que me recuerda mi dolor crónico, un libro que me conecta con la intimidad de mi madre, etcétera), entendí que la feria estaba para bromear, así que procuré ser lo más banal posible, eludiendo el discurso sobre la muerte en cuya trampa me había metido yo solo. Creo que lo conseguí razonablemente y me recliné en la silla dispuesto a escuchar al siguiente invitado de la mesa, José Carlos Agüero, un poeta flaquísimo, moreno y desgreñado que no tenía sitio en su cuerpo para un solo gramo de banalidad.
Agüero dijo que le costó elegir cinco objetos porque había sido criado en una casa comunista. Sus padres fueron dos militantes de Sendero Luminoso sin el menor apego por la propiedad privada. Tenía, dijo, muy pocas cosas. A partir de ahí, ligó su selección autobiográfica con la historia más dolorosa y trágica de Perú. Sobre la mesa desfilaron millones de fantasmas, víctimas de la guerra que reclamaban su derecho a acaparar todo el aire del salón.
Si me hubiera tocado intervenir después de él, habría declinado hablar. Tras sus palabras sólo cabían el aplauso y el silencio.
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