En primer lugar, la mera percepción de las formas naturales es un goce. Tanto necesita el hombre el influjo de las formas y acciones de la naturaleza que, en sus funciones inferiores, parece yacer dentro de los confines de los bienes materiales y de la belleza. Al cuerpo y la mente viciados por una tarea o una compañía perniciosas, la naturaleza los cura y les devuelve su temple. El comerciante o el letrado que se aparta del estrépito y el tumulto de las calles y mira el cielo y los bosques, vuelve a ser un hombre. En su calina eterna, se reencuentra consigo mismo. El ojo parece exigir para su salud un horizonte. Nunca nos cansamos mientras podemos mirar bastante lejos.
Pero en otras horas, la naturaleza satisface con su solo encanto, sin mezcla alguna de beneficio corpóreo. Contemplo desde la cumbre de la colina que se halla por detrás de mi casa, el espectáculo del amanecer, desde el alba hasta la salida del sol, y siento lo que un ángel sentiría. Las largas, esbeltas franjas de nubes flotan como peces en el mar de luz purpúrea. Desde la tierra, como desde una playa, miro ese mar silente. Me imagino participando de sus rápidas transformaciones; el activo encantamiento toca mi polvo, y yo me dilato e inspiro, al unísono con la brisa matinal. ¡Cómo nos diviniza la naturaleza, con unos pocos y baratos elementos! Dadme la salud y el día, y toda la pompa de los emperadores se me tornará ridícula. La aurora es mi Asiria, el crepúsculo y el claro de luna son mi Pafos e inimaginables reinos de fantasía; el ancho mediodía será mi Inglaterra de los sentidos y del entendimiento; la noche, mi Alemania de la filosofía mística y los sueños.
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