¿Qué está pasando con el sueño? ¿Y con los sueños?
En 2013, el año en que Jonathan Crary publicó 24/7, su relato sobre el “deterioro del sueño” provocado por el capitalismo, el uso de medicamentos para dormir, tanto con receta como sin receta, había alcanzado una nueva cota a nivel mundial. Después, en 2020, mientras la propagación del nuevo coronavirus trocaba en una pandemia mundial, la gente empezó a aficionarse a la cama. Durante ese primer año pandémico, muchos dormimos más que desde hacía años. De hecho, en algunas poblaciones, aumentó de manera considerable el tiempo total que la gente pasaba durmiendo. Asimismo, los neurólogos empezaron a informar de un aumento generalizado de los trastornos del sueño —insomnio, hipersomnia o terrores nocturnos—, un conjunto de trastornos que denominaron colectivamente “COVID-somnia”. ¿Qué otras pruebas hacen falta para demostrar que nuestros patrones de sueño son sumamente susceptibles a los trastornos del mundo exterior?
En su libro, Crary sostiene de manera convincente que el aumento de la falta de sueño es inseparable de otras formas de desposeimiento y fracaso que venían produciéndose por todo el mundo. El capitalismo —defiende— ha conseguido colonizar todos los mercados y todas las horas del día, pero sus estrategias para gestionar la atención individual han demostrado ser desastrosas para nuestra capacidad de percepción, formas comunitarias, expresión política y el tejido de la vida cotidiana. El sueño —y, sobre todo, la falta de sueño— puede entenderse como históricamente significativo porque esa forma particular de privación es, de hecho, la expresión de una condición más amplia de falta de mundo.
En la polémica de Crary, el sueño es una especie de última resistencia, un medio para rechazar, por medio de la renuncia a las “subjetividades superficiales que uno habita y maneja durante el día”, los patrones capitalistas que destruyen el mundo. De hecho, dormirse implica necesariamente entrar en un estado de inactividad física o incluso de pasividad, aunque, tal y como observó Sigmund Freud, se trata también de un estado sumamente poroso, impregnado de tanta actividad mental como la vida de vigilia, si no más. De hecho, quizá una de las víctimas más significativas de la guerra capitalista contra el sueño sea la vida onírica, ese teatro primario de la representación y nuestra herramienta sismográfica más sensible para la experiencia emocional. Si el capitalismo tardío pretende acabar con el sueño, puede que también estemos a punto de perder una de nuestras facultades humanas más preciadas: la capacidad de imaginar un mundo con los ojos cerrados.…
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