Nadie ha sabido articular mejor que Walter Benjamin el concepto de “legibilidad” (Lesbarkeit) con las condiciones inmanentes, fenomenológicas o históricas de la “visibilidad” (Anschaulichkeit) misma de las cosas. Nadie ha liberado mejor la lectura del modelo puramente lingüístico, retórico o argumentativo al que está asociada por lo general. Leer el mundo es algo realmente fundamental para que se halle limitado únicamente a los libros: porque leer el mundo es también poner en contacto las cosas del mundo según sus “relaciones íntimas y secretas”, sus “correspondencias” y sus “analogías”. No sólo se dejan ver las imágenes como cristales de “legibilidad” histórica, sino que toda lectura –incluso la de un texto– debe contar con los poderes del parecido: “El sentido tejido por las palabras o las frases constituye el apoyo necesario para que surja la semejanza con la rapidez del relámpago“, escribía Benjamin en su ensayo sobre “El poder de imitación”.
Se podría decir desde este punto de vista que el atlas de imágenes es una máquina de lectura en el sentido lato que Benjamin deseaba dar al concepto de Lesbarkeit. Entra en toda una serie de aparatos que van desde la “cabina de lectura” (Lesekasten) al cuarto fotográfico y a la cámara, pasando por los gabinetes de curiosidades o, de manera más trivial, las cajas de zapatos llenas de postales que se encuentran –aún hoy– en las tiendas de los viejos pasajes parisinos. El atlas sería un aparato de lectura ante todo, quiero decir antes de toda lectura “seria” o “en sentido estricto”: un objeto del saber y de contemplación para los niños, a la vez infancia de la ciencia y del arte. Esto es lo que adoraba Benjamin en los abecedarios ilustrados, los juegos de construcción y los libros para jóvenes. Esto es lo que él quería comprender a un nivel más fundamental –antropológico– cuando evocó con una fórmula mágica el acto de “leer lo que nunca se había escrito”.
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