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Las carreteras perdidas del subconsciente

En Milagros de vida. Una autobiografía, el conciso pero ina gotable libro de memorias de J.G. Ballard, el autor de Crash fija el momento clave en la construcción de su mirada artística en el descubrimiento simultáneo del psicoanálisis y el surrealismo: “Una andanada de bombas que cayó delante de mí y destruyó todos los puentes que dudaba en cruzar”. Ballard contaba por aquel entonces con dieciséis años y también alimentaba su subconsciente con regulares dosis de cine negro. Unas páginas atrás, antes de mencionar a Freud y a los surrealistas, el escritor menciona algunos clásicos del noir como Perdición de Billy Wilder (1944) o Retorno al pasado de Jacques Tourneur (1947) y hace una puntualización relevante:

pero mis películas favoritas eran las de crímenes y gángsteres con presupuestos ínfimos. Aquellos filmes a menudo eran mucho más interesantes que los instrumentos para el lucimiento de estrellas que encabezaban los programas. Con los materiales más simples –dos coches, un motel barato, una pistola y una morena cansada–, evocaban una imagen dura y nada sentimental de la ciudad primitiva, un espacio psicológico que existía primero y ante todo en la mente de los personajes.

Precisamente entre Perdición y Retorno al pasado, uno de los mayores talentos aclimatados en los estratos más subterráneos de la serie B dirigió una de sus obras maestras con los mismos elementos que enumeraba Ballard: dos coches –¿o era tan sólo un coche?–, un motel barato, una pistola, una morena cansada… Quizá habría que añadir a la mezcla una rubia angélica –y ya perdida, inalcanzable–, un juke-box y un teléfono pegado a un largo, interminable, letal cable telefónico. La película se llamaba Detour (1945) y la dirigió Edgar Ulmer, un señor que había bebido tiniebla expresionista antes de viajar a Hollywood, caer en desgracia por un asunto de faldas y abismarse en los piélagos del poverty row para seguir esculpiendo joyas secretas con materiales de derribo.

Es imposible saber si J.G. Ballard vio, efectivamente, el Detour de Ulmer en esos años de formación, pero sí que resulta sencillo ver en esa miniatura noir una condensación de todo ese potencial psicoanalítico del género que, años más tarde, el escritor aprovecharía para definir los arquetipos que reaparecerían como constante en toda su obra narrativa: el protagonista abocado a la atracción del abismo, imantado por la seducción de la femme fatale mientras una figura mediadora –el hoodlum intellectual en Ballard, el gángster en el cine negro– gestiona, de manera perversa, la satisfacción del deseo.

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