El circo moderno se define por la velocidad, el peligro y el movimiento. Como forma de entretenimiento de masas internacional ha venerado y se ha burlado del cuerpo humano para probar sus limitaciones: en sus formas más graciosas (el trapecista) y más torpes (el payaso), en las más bellas, dinámicas y distorsionadas (el fenómeno de feria). Sus orígenes históricos se remontan a 1768, momento en que se estaban sentando las bases de la modernidad industrial occidental; es, por tanto, un entretenimiento moderno y secular que instruye a su público sobre las posibilidades de triunfar sobre los choques físicos y las desorientaciones de un mundo dinámico, moderno y urbano sin recurrir o referirse a la fe en otra cosa que no sea la habilidad, la estupidez, la diversidad, la belleza, el horror y la resistencia humanos.
Su atractivo principal para la fotografía siempre ha sido poderoso, pero también complejo y ambivalente. Quizá lo más obvio sea que ambos están vinculados por una estética que combina la mudez lingüística con el espectáculo visual: el circo se fundó sobre una prohibición primaria del lenguaje (rota sólo ocasionalmente por un payaso tonto o un director de pista que aparecía entre los actos), aunque, claro está, el circo siempre sea ruidoso en términos de efectos musicales y de otro tipo. Sin embargo, lo que atribula de manera continua los intentos fotográficos (y otros) de representar o captar la acción circense es precisamente la distancia insalvable entre la quietud definitiva de la célula aislada del fotógrafo y el a menudo aterrador movimiento en directo del circo. Los momentos en que el riesgo de morir se recibe con un jadeo apagado quedan silenciosamente vaciados de su estremecimiento de terror, y se pierde en la fosilización de un solo fotograma de representación el instante fugaz de la aparente suspensión de la gravedad cuando el trapecista cuelga en el espacio esperando a agarrar o a que lo agarren. Siegfred Kracauer, Roland Barthes y Susan Sontag han observado de distintas formas que una fotografía de un sujeto humano es una señal de pérdida; en palabras de Sontag, “un inventario de la mortalidad”; un recordatorio perpetuo de lo inevitable que es la muerte. Cuando el sujeto de una fotografía es una forma de arte vivo tan intrínsecamente comprometido con la vida, la simultaneidad y la espontaneidad en el momento actual, este sentimiento de pérdida, se registra con mayor agudeza; queda compuesto por un sentimiento de nostalgia o pérdida que, con frecuencia, se vincula a las evocaciones del circo con sus asociaciones de antiguo con la infancia, las eras perdidas y el glamour desvaído.…
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