Escribir sobre Estado y cultura en el Ecuador es escribir desde un tablero de relaciones regionales y globales, en donde ocupamos un lugar específico en el juego: el de la marginalidad, que en el marco de las economías globales, no tiene ya el signo negativo de dependencia que pudo tener la periferia con respecto a los centros de producción artística y cultural en el siglo XX, sino que ahora parece representar la posibilidad de una cierta soberanía, ya que se ha preservado de los mercados especulativos globales –al menos por ahora-. La historia de las políticas culturales en el Ecuador muestra un Estado deficiente o ausente, sin embargo, al mirarlo desde el presente, podríamos pensar en el “privilegio” que tienen solo las naciones “pequeñas” de poder cambiar su constitución y sus instituciones a través de un proceso de diálogo y encuentro. Estamos frente al reto de entender la relación entre las prácticas culturales y ese Estado de baja intensidad, pero también frente al reto de evaluar esa relación de cara a realidades regionales en las que el Estado ha sido un aliado de la privatización, extracción y exclusión, maquilladas de exquisitez estética o mercados globales del arte.
Nuestra situación no es comparable a la de México, ni siquiera a la de la vecina Colombia, pero no dejan de estar salpicada por los fenómenos globales de financiarización o tráfico –aún cuando no sucedan en el territorio- ya que afectan las políticas del gusto y el consumo cultural. Como toda economía exportadora y dependiente, el Ecuador ha fluctuado entre la obediencia a los patrones extranjeros, dueños de nuestra deuda, y los intentos por construir un Estado soberano. Mientras tanto la cultura y las artes han permanecido casi olvidadas por todas esas formas del Estado, y se han desarrollado en un tercer espacio paralelo. Esto ha marcado las condiciones para las prácticas culturales: ausencia de “padre”, o sea ausencia de “ley” en el sentido institucional y político, y reproducción de dimensiones simbólicas al margen, basadas en el territorio y la memoria. Olvido de la cultura como dimensión de la política, postergación de su importancia, negación de sus capacidades transformadoras. La única migaja que no se les olvidó a los políticos fue la de mantener relaciones clientelares, repartir platita a los amigos o los grupos que estaban dispuestos a agradecer, mantener contentos a unos, callados a otros. Durante los 80 y 90, el apoyo privado fue dado con los mismos criterios dedocráticos: incentivos fiscales como reducciones del impuesto a la renta se distribuyeron por parte de la banca para artistas que eran escogidos directamente por los empresarios-coleccionistas.…
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