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Balada para la melancolía de los cafés

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Greg Girard. Blue Eagle Cafe, from Under Vancouver series, 1974. Courtesy of the artist and Monte Clark Gallery, Vancouver.

El café: un rito y un ritual. El escenario en el cual fulgura una intimidad propia que no tienen ni el bar, ni el restaurante, la fonda o el antro. Decía Octavio Paz que en la antigüedad el hombre se iba al campo, hacia las corrientes de agua puras y cristalinas como el poeta Garcilaso, a reflexionar y, de ahí, brotaba la poesía bucólica; para el ciudadano moderno, aturdido en la crisálida de las dilatadas ciudades, el bar o el café son los equivalentes a la Arcadia urbana. Punto de fuga íntimo que es el inicio de nuevas cosas.

Ernest Hemingway fue quien nos dejó una de las más evocativas formas de recrear la escritura literaria en un café. En el inicio de París era una fiesta lo vemos sentado en la rutilante metrópolis de los años locos, con meseros que aún usaban sus bigotes oficiales de caballería del imperio, mientras escribía a lápiz cuentos que ocurrían en la pradera de Ohio. Se detiene a describir cómo se acaba varios lápices —porque en ese tiempo no había plumas “atómicas”— y era complicado llevarse a un café tintero y cálamo. Todo esto con grave riesgo de manchar el mantel en algún accidente, si damos fe a su comentario de que se acababa varios lápices, quizás porque con su ritmo de escritura tan frenético varias veces rompía la punta y debía retomar el ejercicio. Hay una escena posterior donde, junto con el olvidado poeta Evan Shipman, descubre que los meseros están preocupados porque la administración quiere volver el sitio un bar americano y les ha pedido que se quiten sus bigotes dieciochescos.

En un bar se puede ligar, pero un café exige ir más despacio, más solemne, más educada/mente

Un lugar limpio y bien iluminado es otro texto de Hemingway donde invoca al café como una metáfora del hogar perdido. Vemos a un hombre que es el cliente que se va al final porque vive en una hipotética casa solitaria y un mesero desesperado no soporta que tenga esa costumbrita. En cambio, otro mesero más viejo, y por lo tanto más sabio, lo impele a no apagar tan pronto las luces.

Hoy, que toda vida es pública y nos acechan cinco minutos de eternidad a todos, los cafés son los últimos santuarios para los seres que desean la tranquilidad. Algunos somos antiguos y añoramos el olor de los periódicos, las pausas en el servicio, el misterio de la persona que está de espaldas frente a nosotros.…

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