Minúscula historia del juguete
Rasgó una hoja de papel y lanzó los trozos sobre una madera encolada; luego pegó cuidadosamente los pedazos de papel sobre el soporte tal y como habían caído. Ese instante de azar y esa disposición concreta de los papeles ya nunca se repetirán, pero están presentes en el museo y en la mitología del arte contemporáneo. Es 1917, en Zúrich, y Jean Arp acaba de realizar, como jugando a los dados, una de sus obras “bajo las leyes del azar”. El arte terriblemente serio de los cubistas se ha convertido en una especie de pasatiempo. Cinco años antes, en París, Marcel Duchamp había dejado caer un hilo de un metro de largo sobre una superficie de terciopelo, generando una curva indeterminada que él quiso definir como nueva unidad de medida. Colocó tres tiradas del hilo -tres paradas– en un estuche para jugar al críquet y se refirió a ello como “azar en conserva”.
Arp dejó de jugar con sus papelitos justo cuando su futura esposa, Sophie Taeuber, se puso precisamente a hacer muñecas, como si no hubiera superado la infancia; aunque no era exactamente eso: trataba de recuperar su inocencia y la de todos, especialmente la del arte, con Dada, un caballito de madera, la infancia del arte que volvía a sus orígenes, la ruptura con la cultura establecida y el punto de arranque de un nuevo comienzo. Eran muñecas para ampliar el campo operacional del arte, para unir arte y juego, para atravesar la barrera desde el homo faber, estrictamente dedicado al sustento, hasta el homo ludens, capaz de desarrollar energía imaginaria y plantear conflictos simbólicos en forma de juego.1 El término homo ludens fue acuñado por el historiador holandés Johan Huizinga. Hay traducción española de Eugenio Imaz en Alianza, Madrid, 1984. El rumano Marcel Janco también hacía muñecas, pero aterrorizaban a las niñas y a casi todos los adultos: eran máscaras salvajes para recomenzar el arte desde un paleolítico contemporáneo. Pero el juguete más auténtico era otro de los fundadores del lugar, Hugo Ball, inmovilizado con su vestuario de robot, salmodiando los versos salvajes de Karawane en el Cabaret Voltaire: atracción de feria para ociosos asistentes a las soirées, ridiculizado en la prensa, pero mimetizado él mismo en objeto lúdico: un personaje imaginario que acompaña sus momentos reales, juguete de sí mismo.
…Este artículo es para suscriptores de ARCHIVO
Suscríbete