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Los rastros que desaparecen

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Paco Gómez con uno de los negativos

Wattebled o el rastro de las cosas

Paco Gómez
Fracaso Books, Madrid, 2020

En ocasiones, los géneros y las reglas están simplemente para romperse, incluso mezclarse, obedeciendo a un impulso provocador que, sin embargo, solo consigue su objetivo si hay un conocimiento real, verdadero, de la tradición anterior. Paco Gómez, que trabajó nueve años como positivador en el laboratorio de Castro Prieto en Madrid, y ya ha publicado varios libros en su editorial Fracaso Books, encuentra en Wattebled o el rastro de las cosas nuevas formas de indagar en la memoria del pasado, y mostrar la productiva relación entre palabra e imagen. Su investigación se aleja de la oposición binaria, o la competición entre ambas disciplinas, y despliega una “literatura fotográfica” que, si bien sigue la línea de Sebald o Fontcuberta, se desmarca rápidamente de estos antecedentes.

Uno de los trucos es el control absoluto del proceso al autoeditar la primera tirada mediante crowdfunding. Esto le permite equilibrar y ajustar el diseño, la posición de las imágenes y del texto, etc. De esta manera, sin ser un libro de diseño o un catálogo, ni una novela, el formato libro hace que ambos elementos estén al mismo nivel y se complementen. Esta es la razón de que leamos la descripción de uno de los lugares y protagonistas capturados por Joseph Wattebled en los años veinte del pasado siglo, y no se nos muestre la instantánea hasta algunas páginas después. Aunque otras veces es la fotografía la que aparece antes, a doble página si la situación lo requiere, estos juegos estimulan la imaginación del lector, y sugestionan su percepción creando un artefacto literario que va más allá de lo físico.

Uno de los trucos es el control absoluto del proceso al autoeditar la primera tirada mediante crowdfunding

El origen del libro, que está en la compra accidental de una serie de negativos de cristal en el Rastro de Madrid en 2019, es ya un juego etimológico de la palabra “rastro”: alude al mercado callejero, pero también a la “huella que queda de algo” (las personas, la familia Wattebled), y al “vestigio, señal o indicio de un acontecimiento” (las cosas, el pueblo de Mondicourt, las tiendas antiguas de suvenires, un poste telefónico, etc.). Desde ese punto de partida, con pocos datos y algunas positivaciones guardadas en un cuaderno, Paco Gómez elabora un diario en movimiento en el que compartimos sus avances, y sus numerosos fracasos, al tratar de encontrar los lugares exactos donde se realizaron algunas fotografías. En esos momentos, el autor madrileño interpreta el papel del historiador del arte clásico que sigue la pista de los indicios y cataloga, por ejemplo, las torres de las iglesias en su búsqueda de la única e irrepetible, prácticamente como sugería el método científico de Carlo Ginzburg en Morelli, Freud y Sherlock Holmes.

Interior de Wattebled o el rastro de las cosas. (© Fiebre Photobook)

Ante la escasez de datos, la interpretación e invención, puesto que en algunas partes Paco Gómez habla directamente con los protagonistas, también juegan un papel importante, y dibujan otro aspecto esencial: el circuito cerrado. Aunque Wattebled o el rastro de las cosas contiene anotaciones sobre la autenticidad de los tiempos pasados, esta vertiente se desdibuja con esa ficción apuntada, y la práctica imposibilidad de comprobar los datos que se aportan. De este modo, el libro produce una narración que solo circula o tiene lugar dentro de sí misma, retroalimentándose de su propio recorrido y elementos. Esto crea una duda que, en mayor o menor medida, atraviesa todo el libro, y pone a prueba nuestro propio escepticismo posmoderno.

Paco Gómez nos narra su búsqueda desde un estilo sencillo lleno de expresiones coloquiales y explicaciones

Consciente de que un libro, además de informar y/o aportar un conocimiento sobre algo, también debe entretener, Paco Gómez nos narra su búsqueda desde un estilo sencillo lleno de expresiones coloquiales y explicaciones. Al no dar nada por sentado, cada dato o pista queda exhaustivamente definido, y lo mismo ocurre con las fotografías: hasta el detalle más pequeño, lupa mediante, está identificado. Aún más, su insistencia en los elementos visuales demuestra una gran capacidad descriptiva, o écfrasis, que nos atrapa y pone en jaque, a la vez, muchos textos contemporáneos que se escudan en citas y abstracciones filosóficas de difícil aterrizaje. Con las numerosas referencias históricas, que se apoyan en la fuerte investigación que hay detrás, asistimos a la moda del momento, las tipologías de las iglesias, o los datos geográficos de la zona, y no solo eso. Por si hay algún atisbo de falsa solemnidad, la historia se compensa y se nutre de comentarios humorísticos y referencias contemporáneas: por sus páginas desfilan José Luis Cuerda, el maestro Yoda, etc.

Una reflexión sobre la obsolescencia

Desde otro punto de vista, Wattebled o el rastro de las cosas es una reflexión sobre la obsolescencia, y cómo las nuevas tecnologías han fabricado otro modo de experimentar el tiempo y ver el mundo. A contracorriente, eso sí, porque esas notas más críticas no son generalistas ni afirmaciones intercambiables sobre los efectos perjudiciales de la aceleración y la globalización. Precisamente, al adherirse a los objetos y las situaciones, los comentarios ganan en lo concreto, y acercan la obligada distancia temporal. Naturalmente, cobra gran protagonismo la propia captación de las imágenes: “La cámara es inmanejable para la impaciencia de un ojo contemporáneo”. Y, poco a poco, se extiende a las tiendas, o las personas fortuitas que hay en ese momento, por ejemplo, al pedir volver a escenificar una de las fotografías antiguas: “Como tengo la referencia visual, no me tomarán por un psicópata, pero observo su comportamiento y decido no hacerlo. Los chavales no se sienten interesados por el mundo que les rodea […] Solo miran la pantalla del móvil, cada uno la suya”.

Una recuperación de los antiguos símbolos y usos

Así leído, la historia es un lamento contenido, seco, por todas las cosas que han ido desapareciendo (pero no solo las que el autor madrileño vivió, sino las de la familia francesa en su papel de interpretador/médium). En parte, así es como debe suceder: cada generación anota la fuga irreversible de sus tradiciones y objetos. Por suerte, no se queda ahí. Recuerda al inicio de “Una conversación con Goya” (1935), donde el Premio Nobel yugoslavo Ivo Andrić reflexiona, curiosamente mientras conduce también, sobre la aplicación práctica de las torres eléctricas y las torres de las iglesias, y concluye sobre estas últimas: “Pero ¿acaso en su momento no surgieron también ellas por necesidad, y no fueron construidas a partir de criterios racionales? Simplemente su propósito ha perdido sentido, se ha olvidado”.

En ese punto, la narración no solo es un esfuerzo que concentra las transformaciones, sino una recuperación de los antiguos símbolos y usos. En su empresa casi imposible, en lo que tiene de “ir a la aventura” sin pensar demasiado en el porcentaje de éxito, el escritor madrileño al final consigue ir al origen de las cosas, a la raíz latina en términos lingüísticos, y a ese estar específico y único de cada uno de los protagonistas franceses. Entre cementerios, bombardeos, ruinas y fantasmas, donde solo parece haber muerte y polvo, Paco Gómez infunde vida en cada relato, y hace que los Wattebled se reencarnen, nos hablen, y vuelvan del olvido como los aficionados que eran, como la familia que paseaba, disfrutaba de la playa, o visitaba a sus padres, es decir, como todos nosotros.