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Genio y figura hasta la sepultura

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Óscar Tusquets, sentado en el patio de Villa Andrea, su casa de Barcelona

Pasando a limpio, 2020.
Óscar Tusquets

Cualquier persona puede echar la vista atrás, pero pocas pueden mantener esa mirada en el tiempo. Si todo momento pasado fue mejor, la memoria es un instrumento cegador. Además, hacer balance de toda una vida no es una tarea fácil y, aunque tampoco resulta titánica, como a veces se nos quiere hacer creer, es difícil no caer en la nostalgia o los vicios. Al principio, las malas costumbres afloran, chocan entre sí y van desgarrando la personalidad, pero, al final del viaje, es cuando mejor están incrustadas y acomodadas en la rutina. Por eso, por mucho que los escritos de madurez puedan ser los más sabios y llenos de conocimientos (nuestra historia cultural rebosa de ejemplos), también son los que muestran de una manera más diáfana cuál es la personalidad de su autor, así como la postura que ha mantenido en el mundo. Leído así, Pasando a limpio, el último libro del arquitecto, diseñador, pintor y escritor Óscar Tusquets Blanca, es un diario de sus últimas obsesiones, tal y como afirma al comienzo: “al cumplir setenta y siete años creía llegado el momento de pasar a limpio algunos pensamientos que han marcado mi vida”.

Entre otros, se encuentra la extraordinaria capacidad del artista para crear mundos imaginarios que, por ser figurativos y realistas, parecen menos fantásticos e irreales, pero eso sería adelantar el contenido. Antes de cualquier análisis, está el modo de ver las cosas. Como el arquitecto barcelonés al valorar la perspectiva italiana, y con ella las pinturas de Antonio López (“Antoñino” para él), el artista plantea una forma, una aproximación concreta, y luego la dota de una historia. Ahí la editorial Acantilado ha demostrado su intuición, no exenta de riesgo, al publicar un libro del que se puede sacar algo provechoso, pero que, a su vez, es complejo y difícil de encasillar a cualquier nivel. A su manera, el autor plantea una narrativa, que combina capítulos breves llenos de citas con otros más largos en los que, poco a poco, va emergiendo lo personal.

“Al cumplir setenta y siete años creía llegado el momento de pasar a limpio algunos pensamientos que han marcado mi vida”

En ocasiones, el discurso de Tusquets se asemeja al de un cuñado que lo sabe todo y, como es lógico, está bastante cansado de la constante incomprensión que genera (“naturalmente, esta clarividente propuesta ha sido considerada otra de mis excentricidades”). No obstante, antes de rasgar las vestiduras innecesariamente, cabe anteponer ciertos matices. El primer problema lo podemos encontrar en el estilo coloquial, cercano, de compadreo, que no duda en aludir a sus múltiples amistades (Eduardo Mendoza, Salvador Dalí, etc.) y vivencias (las invitaciones generadas gracias a su hermana, la editora Esther Tusquets, las fiestas con Vila-Matas, Gil de Biedma, etc.). Sin ser una apuesta teórica, en el sentido literal y académico del término, cosa que siempre es de agradecer, hay a lo largo del libro un punto de incertidumbre e ironía. Hay una risa intensa, distanciada, que produce un efecto extraño y algo desalentador, por mucho que pueda tratarse de un juego de despiste. ¿A qué español no se le da bien la ironía? En su intento por mostrar su fineza y vasta capacidad intelectual, Tusquets recurre al recurso fácil, ante el que cabe anteponer, en contraste directo y gratuito, una cita de Adam Zagajewski de En defensa del fervor (2005), publicado en Acantilado: “a veces la ironía expresa algo más: la desorientación en medio de una realidad plural. A menudo simplemente encubre la pobreza de pensamiento. Porque si no se sabe qué hacer, lo mejor es volverse irónico. Después, ya veremos”.

Tusquets demuestra una gran capacidad para suscitar preguntas y provocar

En otras, Tusquets demuestra una gran capacidad para suscitar preguntas y provocar, estemos de acuerdo con él o no. Muchos de sus comentarios van dirigidos a romper los esquemas tradicionales que tenemos sobre ciertas obras, conjuntos históricos o figuras filosóficas. Esto es de agradecer, sobre todo, en una época en la que triunfa lo políticamente correcto, especialmente según el apartado “La corrección política y la exaltación de lo propio”, donde asocia ciertas modas veganas, no fumadoras, de conciencia plena y biempensante a un puritanismo sin precedentes que iguala las corrientes de razonamiento y, como última consecuencia, no hace sino despreciar lo ajeno. En ese pequeño hueco, evidente para todos, pero al que pocos quieren apuntar, el autor mantiene una inteligencia arrojadiza, afilada, con la que va erosionando todo lo que huele a endogámico o cerrado.

Muchos de sus conceptos funcionan como un intento de ruptura de los esquemas tradicionales y unidireccionales de disciplinas como la Arquitectura, las Bellas Artes o la Historia del Arte. Esta contemporaneidad, que deja en la sombra otros aspectos, incluye igualmente cápsulas condensadas, a través de las anécdotas, que sirven a su vez para resumir todo un periodo. Ese es el sentido de, por ejemplo, el capítulo “Momentos significativos de grandes personajes”, claramente inspirado en Momentos estelares de la humanidad, de Stefan Zweig, también publicado en Acantilado. En la breve, pero esclarecedora, parte dedicada a la humildad del arquitecto alemán Lothar Cremer y su rechazo de los adelantos y los hoteles lujosos, Tusquets, al valorar la elegancia de espíritu, añade: “treinta años más tarde, cualquier encumbrado diseñador o arquitecto exigirá por contrato pernoctar en un hotel de cinco estrellas gran lujo y volar en primera clase; una mediática arquitecta de edificios retorcidos exigirá, además, unos elevados honorarios por asistir a una primera reunión, ya que no sabe aún si acabará aceptando el encargo. Otros tiempos, momentos esclarecedores de otros personajes”.

Le dedica bastante espacio a la pintura

El diario reflexivo de Tusquets, como nos permitimos aquí llamarlo, le dedica bastante espacio a la pintura y comienza, como no podría ser de otra manera, con Las meninas de Velázquez. No hay espacio aquí, ni lo habrá después, para los pequeños ejemplos y para las mujeres, las grandes olvidadas, aunque el título, desde luego, sea especialmente ambicioso: “Entender ‘Las Meninas’”. A partir de su primer visionado de la obra, hace ya algunas décadas en una sala de pequeño tamaño con un espejo enfrentado, lo que creaba un acontecimiento teatral, y efectivo, el autor revisa la percepción de Foucault que afirma, con sus errores, que “Velázquez está pintando un retrato de la pareja real […] cuando la visita de la infanta Margarita y sus acompañantes interrumpe la sesión”. Teorías sobre el posible reflejo del espejo anunciadas, y contrastadas con otros pensadores como Jonathan Brown y la propia página web del Museo del Prado, llega el verdadero quid de la cuestión, que resume en dos puntos: “que la pintura cuyo dorso aparece en el cuadro debería existir realmente […] suponer que nos encontramos ante una fotografía, no ante una pintura”.

Siguiendo el análisis del catedrático Miguel Usandizaga sobre los planos del Alcázar, y su conclusión de que una estancia como la representada en Las meninas era arquitectónicamente imposible, Tusquets reafirma la capacidad creativa de los artistas, a la vez que apunta otra teoría, considerablemente sugerente: “entre suponer que la ambición de Velázquez es mostrarnos el dorso de algo que aparece en el cuadro o mostrarnos algo que está fuera de él, y que este algo seamos nosotros transformados en reyes, no hay color”. Pero, en realidad, ¿cuál es la importancia de profundizar en esta estancia concentrada e imposible? Con extrema lucidez, la mitad más extensa del cuadro: “si de verdad el protagonista es el aire, la espléndida perspectiva aérea que lo envuelve todo, entonces este espacio que solo contiene aire es imprescindible. Sin él tendríamos un espléndido retrato de la familia real y su corte; con él, una obra maestra, el mejor cuadro que se haya pintado jamás”.

La relación entre arte y eternidad, signo inequívoco de buena calidad para Tusquets

Otro de los puntos esenciales del libro es la relación entre arte y eternidad, signo inequívoco de buena calidad para Tusquets. Fuera de modas, y de contenidos políticos pasajeros y publicitarios, el ejemplo de Antonio López, sobre todo a través de sus cuadros de las grandes avenidas de Madrid, sirve para evidenciar esta tensión. Aunque pinte un momento concreto del día, el autor apunta, sutil y en profundidad, que la ausencia de coches, transeúntes o nubes pasajeras responde a una vocación determinada: “Antonio no inmoviliza; pinta lo inmóvil”. Es más, su comparación con Hopper, a través de Nighthawks (1942), revela que ambos, en realidad, sacrifican lo artificial para concentrarse en lo esencial: “las desiertas calles de una ciudad norteamericana de la pintura Nighthawks están evidentemente simplificadas; no hay peatones, no hay un solo coche circulando, ni una boca de incendios…, de ahí su dramatismo”. Para ello, se apoya en el peso de la tradición pictórica anterior, aspecto que ratifica en varias ocasiones, de lo que se puede deducir, siguiendo sus premisas, que los grandes pintores pintan sobre la propia historia pictórica. Precisamente, el choque entre vanguardia y tradición, pasando por la confesión sobre el verdadero origen del cubismo en el capítulo “En perspectivas”, es otra clave de bóveda sobre la que se edifica todo el libro.

El texto siguiente, “El rey va efectivamente desnudo… y muchos niños lo vemos así”, se ocupa brevemente de esta cuestión y, debido a su reducida extensión, es probablemente el más miope e ingenuo de todo el conjunto. Partiendo de tres autores clásicos (Tom Wolfe, Don Thompson y Sarah Thornton), ya estudiados y analizados desde hace tiempo por mucha vigencia actual que tengan, Tusquets compara la exposición de Dalí del Centro Pompidou, que estaba comisariando en aquel momento, con otra de un artista conceptual al inicio de su carrera, Abel Abdessemed. En la anécdota, como otras veces, se sitúa lo importante, ya que el antiguo director del centro, Jean-Hubert Martin, en supuesta confesión al arquitecto barcelonés sobre el interés de la muestra, contesta: “en absoluto, pero es una muestra impuesta y financiada por François Pinault; se trata de un joven artista al que desea promocionar”.

Como dice Estrella de Diego en el artículo “¿Quién manda en el mundo del arte?”

La comparación, de por sí, es bastante facilona al equiparar, superficialmente, una exposición antológica con una individual, así como un medio como el pictórico, con mucha más resonancia, que el conceptual, más filosófico e impopular. Sin embargo, solo el argumento del dinero, poco sorprendente de por sí, le sirve de excusa para denunciar, casi declamando en bucle, los precios desorbitados de las subastas, el poder del mercado, y otros avatares ya conocidos. Suficiente, al final, para justificar a los grandes maestros del pasado, una postura bastante contradictoria, y poco realista: por mucho que haya arte malo, de volver a los mismos de siempre, ¿por qué incluso él tendría que haber recibido una oportunidad al comienzo de su carrera? Muchas preguntas quedan sin respuesta, entre ellas, como dice Estrella de Diego en el artículo “¿Quién manda en el mundo del arte?”, la genuina, la verdaderamente vertebral, que no sería esa, ni la de Tusquets, sino, a proposición del presente artículo: ¿quiénes, y de qué manera, alimentan el sistema? Los galeristas, comisarios, críticos y artistas esperan en sus redes endogámicas.

También hay espacio para las últimas transformaciones en el ámbito arquitectónico. Tusquets rechaza de manera frontal, en “Innovación en arquitectura”, el uso de las últimas tecnologías como punta de lanza, que contrapone al conocimiento verdadero de las necesidades de un edificio, sus posibles usos y el uso adecuado de los materiales, sea cual sea su naturaleza. Lo que teme el autor, sin que le falte un ápice de razón, es la tiranía de la novedad y su aparente urgencia momentánea: “es la eterna ley del péndulo: tras la exuberancia barroca nos volvemos ascetas y solo valoramos y premiamos la pobrísima apariencia”. Como consecuencia de esa vía práctica, el autor declara su amor incondicional por Benidorm en el capítulo homónimo, sobre todo porque “es el paradigma de las ventajas de la ciudad densa y de la edificación en altura”, y “es la única ciudad de Europa que cada año es un poco más bella”. El límite de la superficie edificable, junto a la promoción en altura, así, proporciona un escenario libre de edificios en la playa, así como, siguiendo sus premisas, una ciudad sin suburbios, y una solución efectiva e ideal para el turismo masificado. El autor, hacia el final, se justifica por triplicado por su atrevida elección, pero por muy polémica que sea aparentemente, no parece especialmente errónea o contradictoria: ¿no tiene lo útil su propia belleza?

“Ni el arte puede mejorar la sociedad ni el conocimiento aportar felicidad”

De hecho, esta selección de sus citas, por dar voz directa al pensamiento de Tusquets, acompañadas de otras de Jorge Wagensberg, Salvador Dalí, Orson Welles o Le Corbusier, recoge y hace estallar todo lo dicho con anterioridad: “ni el arte puede mejorar la sociedad ni el conocimiento aportar felicidad. Si continuamos creando y filosofando no es para que la gente sea mejor o más feliz”; “envuelto en la cegadora luz de nuestro país, pienso que nuestro auténtico lujo no es la luz sino la sombra”; “la pregunta de si en mi obra privilegio más la función o la estética está mal planteada, pues en un objeto útil—una tetera—el uso es indisociable de su belleza. Si me quemo o se derrama el té acabará pareciéndome feísima. Otra cuestión es su fotogenia”; y, por último, “comparto algunos sentimientos de los antitaurinos, pero me reconocerán que el toreo es el único arte donde, si el maestro es un absoluto farsante y desprecia el saber de su profesión, se juega literalmente la vida. ¿Dónde yacerían Koons o Hirst si se hubieran dedicado al toreo?”.