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Nunca comí en Zalacaín

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restaurante Zalacaín, Martin Parr, Anniversary Tea, Boulderclough Methodist Chapel, 1978
Martin Parr, Anniversary Tea, Boulderclough Methodist Chapel, 1978

Esta pandemia está cambiando muchas cosas, cambios que seguramente serán irreversibles. Al principio, en el primer confinamiento, todo el mundo escribía sobre lo que podría venir, ese futuro imperfecto que queríamos más justo y más igualitario. Pero lo único realmente igualitario está siendo la propia pandemia. Nos está matando a todos, jóvenes y viejos, blancos y negros, ricos y pobres, felices y desgraciados, en todo el mundo. Siempre con un grado de desigualdad económica, es decir, los que tienen seguro médico tienen más posibilidades de sobrevivir, pero también mueren. Y también todos nos estamos haciendo más pobres, volviéndonos más tristes, buenos aquí también hay ciertas desigualdades: mientras las empresas de sanidad privada, las farmacias y ciertos comercios se enriquecen, las tiendas de ropa, la hostelería, el turismo, y todo lo relacionado con la cultura, desde las figuras hasta los técnicos, vamos perdiéndolo casi todo. Y en estas, aquí en España, se anuncia que cierra el restaurante Zalacaín.

Zalacaín, era más que un restaurante. Era un símbolo. En sus mesas se reunían políticos, empresarios, se hacían y se deshacían complots, pactos, alianzas, aventuras, tanto políticas como empresariales y, por supuesto, sentimentales. En Zalacaín no solamente se comía bien, muy bien, excepcionalmente, sino que era un símbolo del lujo y de la más alta sociedad. Artistas, diplomáticos, todos los turistas de lujo aparecían por allí en algún momento. El primer restaurante que consiguió en España tres estrellas Michelin: la primera en 1975, con solo dos años de vida (se abre en 1973), la segunda en 1981 y la tercera en 1987. Hasta la oleada de chefs y cocineros de lujo abanderados por el Bulli y los hermanos Roca, España no volvería a tener tres estrellas en un solo restaurante.

Ahora comeríamos todos, con las manos, una pizza fría traída por un esclavo del neoliberalismo en su propia moto, sin seguridad social, mal pagado

Yo nunca comí en Zalacaín. Y la verdad es que nunca me lo había planteado hasta que leí que cerraba para siempre. De repente un Zalacaín ajeno a mi vida y a mis aventuras culinarias (y de cualquier otro tipo) se convertía realmente en un símbolo. Se acabó la buena vida. Una vez más la pandemia nos igualaba a todos. Ya estábamos todos en manos de la comida para llevar. Ya el buen gusto, las legiones de camareros sin una sola mancha en sus chaquetas blancas, los manteles de hilo, perfectamente planchados, las bodegas inmensas y bien surtidas, esos cubiertos indescifrables en su utilidad, el silencio de sus salones… todo ese bienvivir desaparecía de un plumazo.…

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