Desde Sandro Boticelli, en el Renacimiento temprano, hasta Helmut Newton en el apogeo de la fotografía tradicional, los hombres nos han diseñado el cuerpo a las mujeres. Es más fácil hablar del cuerpo de los otros, ser espectador y juez, que mirar nuestro propio cuerpo, tal vez por eso las mujeres, bien conocedoras de los kilos de carne, grasa, pelo y defectos y virtudes que nos compone a cada una de nosotras, no nos dedicamos a diseñarle el cuerpo a nadie. Miramos, pero desde otro lugar. Y sobre todo, tal vez, nunca hemos sido tan poderosas como para dictar cómo deben ser los cuerpos de los demás.
En estos lastimosos días en los que las noticias de tragedias, catástrofes y delincuencia social (a veces la llaman política) se mezclan con informaciones de cómo ordenar nuestros armarios o cuántas herramientas son indispensables para cocinar, ha surgido una entrevista con un señor francés, al parecer escritor, que con unos 50 años aparece en las fotos demacrado, con una incipiente alopecia y bastante corto de estatura para lo que sería deseable en un macho alpha. Se ha destacado por juzgar los cuerpos de las mujeres, con el veredicto de que sólo a la edad de los 25 años las mujeres son estética y sexualmente atractivas.
Habla porque no pinta, ni es fotógrafo y, seguramente, porque sus libros no se leen lo suficiente para que su mensaje estético nos llegue por otras vías. Si fuera artista plástico simplemente nos pintaría como deberíamos de ser, algo que los hombres han hecho desde que son hombres con el beneplácito general. Ventajas de no hablar demasiado.
Las mujeres siempre hemos sido altas y bajas, esbeltas y gruesas; rotundas y frágiles. Generalmente según la edad, el tipo de vida, la clase social a la que se pertenezca, la raza, la cultura y ese gen travieso que trastoca todas las reglas de la genética. Sin embargo, Sandro Boticelli inmortalizó a sus amantes como vírgenes y diosas esbeltas, gráciles y rubias en el siglo XV en una Italia de mujeres fuertes y por lo general morenas según las estadísticas.
Por eso las conocemos tan bien: las hemos visto en museos y libros de arte, en el papel que deben tener las mujeres para estar ahí, desnudas
Pero da igual, ya Pedro Pablo Rubens en los Países Bajos imprimiría a toda su obra una característica que no ha pasado desapercibida: unas mujeres muy entradas en carnes, pelirrojas y trigueñas, unas “gordas” que contrastan sin duda con la idea del arquetipo de mujer holandesa, mucho más parecidas a las vírgenes renacentistas que a las mujeres de Botero que nos miran encerradas en esos cuerpos imposibles, espantadas de sí mismas.…
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