Cada vez hay menos cosas imposibles. Ya puede nevar en primavera, y tener un verano sin calor, y que las temporadas de lluvia cambien de fechas. Ahora que pueda haber vida en Marte ya no nos parece tan imposible como hace unos años. “Que se quede el infinito sin estrellas o que pierda el ancho mar su inmensidad”, como cantaban los Panchos, no nos parece tan preocupante ni tan extraño en un mundo en continuo cambio. Sin embargo, a la vez que nuestra capacidad de asombro ante los cambios de la naturaleza (“que pierdan las flores su perfume y su color”, que el hombre pasee por la luna) está menguando porque ya no nos sorprende nada, hay otros cambios que no se producen, que sí que parecen algo imposible.
Es una obviedad recordar el hambre infantil, la crueldad de las guerras abiertas como heridas a lo ancho y largo de todo el planeta Tierra, algunas prácticamente desconocidas, otras olvidadas y alguna más que todavía no se anuncia. Parece imposible que todo eso mejore, mientras el PIB mundial sube, en unos sitios más que en otros, y los economistas (esos señores cuyas constantes equivocaciones en ofrecer soluciones y anticipar catástrofes acaban con nuestra capacidad adquisitiva y nos hunden en la miseria como en tierras pantanosas, para que nos ahoguemos lentamente) empiezan a señalar que tal vez, sólo tal vez, tengamos que pensar en otro baremo, porque el PIB ya no es lo que solía ser. Pero es imposible ni siquiera esperar que alguien pida disculpas ante sus continuas equivocaciones.
Parece imposible el regreso de la elegancia como un objetivo humano, la vuelta de la educación y el conocimiento como una herramienta de convivencia y mejora humana. No, ahora es la violencia, el desprecio y el egoísmo los elementos más abundantes en la sociedad. Ya nadie cree que, por el estudio y el esfuerzo, podamos llegar a vivir mejor. Ahora hay que ser, como siempre, futbolista. Menos mal que los toreros ya no cotizan y están muy a la baja. Pero se sigue torturando animales, seres vivos, para experimentos, para alimentar a la otra parte de animales que manejan las máquinas de tortura: nosotros, los humanos. Parece imposible que ese despropósito pueda cambiar.
Cada día es más difícil entender que la gente que anda junto a nosotros en el metro haya perdido la memoria y olviden su propia historia reciente
Ahora podemos ser también modelos y cantantes de trap, reggaeton, o lo que haga falta, corredores de motos, influencers… todos los esfuerzos para conseguir esos objetivos y los millones de seguidores en redes son admirables y admirados, aunque sus coeficientes intelectuales y sus índices culturales sean como el infinito sin estrellas que nos anunciaban los Panchos.…
Este artículo es para suscriptores de EXPRESS
Suscríbete