anterior

La corrupción como espacio simbólico

siguiente
corrupcion

Antonio Gisbert, Fusilamiento de Torrijos y sus compañeros, 1887/88

El exceso siempre actúa como un normalizador. Cuando los refugiados que huyen de una situación política o social inaguantable son una cantidad asumible, son dignificados por todos y asumidos como una demostración de la solidaridad internacional. Cuando son demasiados, multitudes, de alguna manera se convierten en algo habitual, cotidiano, su existencia se normaliza y aunque el problema no se solucione, ni siquiera se afronte, se disuelven entre los otros problemas más novedosos, que nunca faltan. Con la corrupción pasa algo similar: cuando es un caso se convierte en escándalo, cuando es generalizado, pasa a ser un escenario conocido y habitual. Que en Francia, el país de la grandeur, el candidato de la derecha (por supuesto amante padre de familia y ciudadano destacado, patriota sin mancha) se mantenga como candidato hasta el final, imputado por varios asuntos de corrupción flagrante, demuestra que la corrupción es una línea más en un currículo. Su derrota no es suya particular, sino de su partido. España se ha convertido en un territorio infectado, donde en mayor o menor medida prácticamente todos los partidos tienen algún miembro con la enfermedad. Pero nadie como el partido del gobierno, reelegido sistemáticamente por los votos de una mayoría oscilante: en el PP es difícil encontrar a alguien limpio de mancha o de duda. Pero no importa porque ese territorio, el de la corrupción, se ha generalizado y después del asombro y de la indignación, como en los siete pasos de los alcohólicos, viene la aceptación. Aquí desde el Rey para abajo, todos somos iguales: corruptos, por acción u omisión. Y ni pasa ni va a pasar nada, porque la corrupción se ha convertido en un espacio simbólico, un espacio espectacular que se muestra obscenamente desprovisto de cualidades frente a todos, todo el tiempo. La divulgación de sus vergüenzas (desde la aceptación de regalos absurdos, hasta la obsesión por la elegancia y el bien vestir, la connivencia con mafiosos profesionales, etc.) iguala a las familias bien de toda la vida con los políticos del pueblo. La única curiosidad es quién será el próximo en desfilar por una pasarela que sabemos que no va a ningún lado, como las pasarelas por donde desfilan las modelos en las semanas de la moda.

En este espacio simbólico internacional, porque existe en España, en Francia, en prácticamente todos los países latinoamericanos y, desde hace poco, también en Estados Unidos, representado por el presidente Trump y su familia, la única importancia del arte es su capacidad para blanquear dinero.…

Este artículo es para suscriptores de EXPRESS

Suscríbete