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El derecho a la pereza

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Andreas Gursky
Andreas Gursky

Llega el calor finalmente, en un proceso inevitable. Y con el calor llega esa pequeña porción de derecho a la pereza que casi todo trabajador alcanza una vez al año. Unos lo llaman vacaciones, otros un pequeño atisbo de lo que tal vez sea la libertad: no hacer nada. La pereza, todos los que hemos tenido una educación religiosa lo sabemos, es un pecado mortal. Ese ocioso pasar el tiempo a solas con nuestro cuerpo es, además, sin duda alguna, el origen de otros muchos pecados y de infinitos placeres. Esto último lo sabemos todos, desde los obispos a los que son ateos. Ocio, vacaciones, tiempo libre, ver pasar el tiempo, dolce far niente (que no significa “ociosidad que resulta agradable”, como dice el diccionario, sino simplemente el dulce no hacer nada) se ha convertido en la meta de todos, una meta cada vez más lejana. Pues si la revolución industrial, y hasta el marxismo después, saludaba optimistamente la mecanización como una vía para que las personas acortasen su tiempo laboral ganando un mejor nivel de vida que les permitiera un mayor tiempo libre en busca de lo que se llamó la civilización del ocio, hoy hemos visto que todo ese desarrollo sólo ha servido para generar una cultura del esfuerzo que nos hace estar trabajando más tiempo por menos sueldo, estar siempre preocupados y ocupados. Incluso hacernos creer que es algo que nos gusta, que lo hacemos voluntariamente.

Hasta el trabajo que se caracteriza por ser creativo, cualquiera de las bellas artes, por muy vocacional que sea, tiene un valor económico. Esa recompensa que todos buscamos para poder vivir sin tener que trabajar, ese dinero con el que pretendemos comprar una parcela de nuestro propio tiempo. Estamos inmersos en esa filosofía de la producción extrema, da igual que sean jarrones, tuercas o ideas, porque al final todo vale lo mismo pues cuesta lo mismo. Y al final de todo ese proceso sólo estamos nosotros, los esclavos del mundo actual. Nosotros que sentimos lástima y hasta nos solidarizamos con esos obreros asiáticos que confeccionan nuestra ropa en unas circunstancias insoportables por apenas unos centavos…, nosotros les miramos desde nuestras columnas, encaramados como monos, con pena como si nuestra situación fuera mucho mejor. Somos esclavos del trabajo, imprescindible no sólo para poder tener una casa (aunque sea ínfima, en las afueras y de alquiler), poder comer una comida basura y hablar de un ocio que se convierte en un trabajo muy duro: conducir hasta un mar polucionado, para gastarse todo lo que se ha ahorrado en un viaje imposible lleno de retrasos y dificultades, arrastrar a toda la familia 15 días a cualquier lugar con la excusa de que hay que cambiar de aires, descansar… para regresar exhaustos y arruinados a la cadena de producción que es, finalmente, nuestra casa, sea lo que sea lo que producimos.…

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