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Yo soy todos ellos

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Pierre Gonnord. Sonia II, 2000. Courtesy of the artist and Galería Juana de Aizpuru, Madrid.

Cientos, miles, millones de retratos flotan en nuestra memoria individual y colectiva. Los retratos de la historia del arte, los de los famosos, los de los amigos de ayer, de hoy y de todos los futuros, los de mi familia y los de todas las familias que han existido, los de los delincuentes en millones de fichas en los archivos policiales de cada país del mundo. Los selfies de cada día, y los retratos de boda, de bautismo, de cada cumpleaños, de todos los muertos que alguien quiso no perder del todo. Retratos robados, hechos al óleo sobre lienzo, en dibujos a grafito, lápiz, a la acuarela, en fotografías, hasta en escultura. Famosos y desconocidos. Durante el tiempo que hemos gastado en escribir este texto y en leerlo después, seguramente se han hecho unos cuantos selfies y algún retrato de calidad, por encargo y por amor.

Aunque no queramos que nos hagan esa foto en una fiesta, en una reunión, sabemos que, nuestros retratos, una vez hechos, ya no nos pertenecen, nos los podemos encontrar en cualquier momento en una caja de galletas en casa de una tía o de tu madre, de tu abuela, o flotando en el espacio virtual en una red social.

El retrato es el núcleo de otras muchas temáticas o subgéneros artísticos

Una vez que esa imagen de nosotros está hecha, sea en cualquier medio, ya se vuelve autónoma, deja de tener un vínculo real con nosotros mismos con quienes somos. Hacer un retrato es generar una nueva identidad que no corresponde exactamente a la del sujeto retratado. Y a estas alturas ya todos sabemos que el retrato es una de las obsesiones eternas de la humanidad. Porque, además, el retrato es un género que se expande, hasta el punto que un retrato pueden ser tus manos, tu cabeza por detrás, algún signo identificativo de tu personalidad, desde un tatuaje hasta tus gafas, tu sombrero. Tu habitación, tu casa, el lugar en el que eres tu simplemente, ese puede ser tu retrato. Ya se dice en otros textos, si es por representar una identidad, lo mejor es una huella dactilar, o tal vez aún más exacto sea tu ADN. Pero en el retrato no se trata exactamente de hablar de una identidad individual, definida como única y exclusiva, sino que sobre todo lo que cada vez se ve más evidente es la necesidad de que con ese retrato se reconozca nuestra pertenencia a un mundo, a una especie, a la humanidad en alguna de sus miles de variantes.

Además, el retrato es el núcleo de otras muchas temáticas o subgéneros artísticos. El retrato nos habla del documento, pero también del paso del tiempo, de la memoria, del pasado, de la infancia. Por supuesto de la familia y de la biografía, de la autobiografía, es el punto de partida de cualquier álbum, de cualquier recorrido por nuestras vidas, llenas de personas y, sobre todo, llenas de nosotros mismos. Porque el rey del retrato es sin duda el autorretrato. Si ya en la historia de la pintura el autorretrato centra las investigaciones más profundas del artista, aunque se diga que en cualquier retrato hay parte del retratado y del retratista, en el autorretrato todo es “yo”, solo existe ese “yo” infinito del que todos hacemos gala. Sin duda en esos millones de imágenes que se producen a través de las lentes de los teléfonos móviles dos son los temas estrella: lo que comemos y sí, el selfie. Millones de imágenes identitarias se funden en el anonimato de unas redes infinitas y profundas, donde nada se recupera y donde nada importa, y mucho menos nuestra identidad física. Pero si es por dejar huella, hay que saber que todos los celulares tienen dos cámaras: una para fotografiar el mundo y otra para fotografiarnos nosotros. El espejo ya es un elemento innecesario y anacrónico.

Cada vez más, todo retrato acaba siendo un autorretrato

En las siguientes páginas planteamos una somera actualización de algunas formas de retratar, algún clásico, muchos conocidos y unos pocos realmente nuevos. Lo que no significa en ningún caso que sus retratos no planteen las mismas dudas y los mismos problemas, varían los puntos de vista, las intenciones, cada vez queda más en la superficie, a flor de piel, una subjetividad más radical. Como apuntaba antes, si cada retrato tiene algo no solo del que aparece en el retrato sino del que lo hace, podemos afirmar que cada vez esas presencias se igualan en importancia y el retrato se convierte en un poema, en un cuento, en una declaración de principios, en un manifiesto sexual. Cada vez es un género más abstracto, más individual, cada retrato contiene un mensaje encriptado bajo la misma apariencia de siempre. Cada vez más, todo retrato acaba siendo un autorretrato.

A partir de aquí verán personas de sexos, razas y oficios diferentes, de apariencias radicalmente diversas. Podemos pensar que son individuos tan diferentes como sus apariencias y sus puestas en escena nos quieren mostrar. Sin embargo, si miramos más profundamente, empezaremos a ver todo lo que les iguala, todo lo que todas estas personas, tienen en común. Podemos ver alguno de esos aspectos, de esos sentimientos, de esa esencia que nos conforma a todos en porcentajes diversos. En algún momento alguien se debería atrever a decir que todos somos estos retratados, estos y todos los demás, que cada retrato solo es una pequeña porción del gran retrato que nos identifica a todos. Alguien tendría que decir “Yo también soy todos ellos”.