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Ricarda Roggan. Garage 11, 2008. Courtesy of the artist and Galerie EIGEN + ART Leipzig/Berlin.

En el salvaje oeste americano, cuando alguien robaba un caballo se le colgaba del primer árbol que se encontraba. Se suponía que ese robo limitaba las posibilidades de supervivencia de la víctima en un mundo salvaje y lleno de peligros, sin estructuras de comunicación ni transportes: era justa la pena de muerte. Ya sabemos por qué se llamaba salvaje a ese oeste y a otros no, pero también apreciamos la importancia, la complementariedad del vehículo con el individuo, con el usuario y sobre todo con el propietario. El caballo era un valor en sí mismo, instrumento de trabajo, un elemento patrimonial y, cómo no, un símbolo de riqueza y diferencia en función de la calidad y raza del animal.

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Miguel Rio Branco. Canto, La Habana, 1994. Courtesy of the artist.
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Miguel Rio Branco. Cao e carro, Tijuana, 1996. Courtesy of the artist.

Más allá de una industria esencial para el desarrollo occidental en el siglo XX (y que en el XXI está claramente en pleno derrape) el coche se ha construido como un mito social, un signo de poder, de lujo, algo esencial para medir nuestra importancia social y nuestro gusto personal. Dime qué coche tienes y te diré cómo eres, quién eres… o quien quieres ser. Las casas aseguradoras cobran más, no sólo a los jóvenes o a los inexpertos, sino que cargan un extra si el vehículo es rojo, aunque sea de una gama pequeña, un modelo económico o familiar: el rojo es el color del Ferrari, del Fórmula 1, es el color de los deportivos, el color de la velocidad. Cada marca automovilística, al margen de sus características reales, tiene un símbolo popular: la riqueza es el Rolls, la velocidad el Ferrari, la perfección el Mercedes; las marcas japonesas no le interesan a nadie, han llegado tarde al reparto de mitos. La comodidad, la seguridad, el bajo consumo son temas que no le importan al amante del automóvil, a ese que se gasta miles de euros para diferenciar su coche, sólo el suyo, de los cientos de miles iguales que se han fabricado: su coche que acaba valiendo menos que todos los extras que su propietario le coloca para customizarlo, tunearlo, diferenciarlo, para darle su estilo, cuando en definitiva ese coche no tiene el estilo que hubiéramos querido. Nadie tunea un Ferrari, ni un BMW, ni un SAAB, ni un Mercedes… porque ellos ya tienen su personalidad, y de eso se trata en el mundo del coche: correr más, llegar antes, ser más vistosos, más aparentes… el coche berlina metalizado, el deportivo rojo, el familiar blanco; un garaje para dos, para tres coches; éste para ciudad y éste otro para viajar, y otro más para pasear, descapotable por supuesto y sólo dos plazas. Todo en el mundo del coche nos habla de competición, de riesgo, de velocidad, de poder. Es un mundo masculino en el que la grasa es una crema hidratante y el humo un perfume de marca. La gasolina –nunca nos gustó el diésel– es la sangre y el cuerpo, la carne, es el metal, las bujías, el cuero de la tapicería, la madera en el salpicadero.

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Miguel Rio Branco. Carro e bicicleta, La Habana, 1994. Courtesy of the artist.
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Miguel Rio Branco. Carro, La Habana, 1994. Courtesy of the artist.

Es un mundo antiguo, y eso refuerza su interés porque la decadencia, el vintage, es el lujo de ayer, cuando era realmente caro, cuando era algo minoritario y por tanto envidiable. Tan deseado como para convertirlo en símbolo de los futuristas, que por cierto fueron los primeros en comparar su belleza con la de una mujer… aunque esa mujer ya no tuviera cabeza ni brazos (La Victoria de Samotracia). Algunos años después Hollywood pondría los diálogos: “¿eres de esos que prefieren un coche a una chica?”, “eso depende del estado del chasis”. (Fast & Furious. Aún más rápido, 2009)

Las imágenes las pondrían sobre todo los fotógrafos. El coche surge en paralelo a la fotografía. Los dos son el símbolo de una modernización, de la industrialización de la belleza, de la entrada de la máquina en la vida de todos, de una suerte de democratización del lujo, de la diferencia para todos. La fotografía es testigo de su entrada en la vida de las ciudades, de cómo su presencia cambia el paisaje urbano, pero el coche también se convierte en una herramienta que prolonga la literatura, la filosofía, a la vida real. La idea del viaje sería muy diferente a partir del nacimiento del automóvil, como hubiera sido muy diferente la mitología de la seducción en el cine, que no es otra cosa que la narración de la vida real a toda velocidad. Recorrer América, el sueño de tantos y al que Kerouac pondría letra no hubiera sido posible sin un viejo Hudson, pero Chevrolet, Ford, Renault, Cadillac, Citroën, Volkswagen (el carro del pueblo, atención) se convirtieron también en mitos sobre ruedas, ocupando todas las ciudades de América y Europa y más tarde decorando ciudades como La Habana, sustitutos de una estatuaria imposible. El fotógrafo estaba allí, siempre estuvo allí, entonces y ahora. Para ver la locura por el coche, para medir su importancia social, para mostrarnos las consecuencias de la velocidad, para compartir el placer del viaje, de la aventura. Para convertirlos, finalmente, en nuestro fiel acompañante. Es un club mayoritario de adictos, los que conducimos, a los que nos gusta conducir, aquellos que ven en un viaje no un dolor de espalda sino el placer de la carretera en soledad, en un coche más que una máquina un compañero. Cuando llegamos y bajamos del coche hay una pequeña sensación de final, de soledad, que sólo se compensa con la idea del regreso. Es la idea del movimiento continuo, de la no pertenencia a ningún sitio, del desarraigo, de la libertad, de la aventura.

En una sociedad en la que todo se hace rápido, el coche sólo podía ser el protagonista, y a veces el acompañante del protagonista. Como una mascota, como el actor secundario, como el amigo fiel. Curiosamente sólo el cine y la fotografía han reconocido en el coche ese objeto de deseo, ese icono moderno, ver la cuadriga de Ben Hur en los coches de Steve McQueen. La pintura nunca supo ver su nobleza, y recientemente alguna instalación lo reivindica como objeto, mucho después de que Vostell, Cesar o Nam June Paik lo dejaran claro. Pero ya todos sabíamos que era un objeto, un objeto de lujo pero también un objeto sexual, en muchos sentidos. Una escultura rodante, muchas veces una obra de arte, pero siempre un coche, y ese es un término suficiente para aquellos que medimos los kilómetros y las millas como páginas de nuestro libro personal. Sólo la imagen fotográfica y el cine han sabido ver y expresar sus cualidades, sus vicios, sus peligros. Incluso escritores como J. G. Ballard que vieron en la velocidad y en el cuerpo metálico del coche su dimensión más morbosa, se verían completados por el cine.

Chris Jordan. Crushed Cars #2, Tacoma, 2004. Courtesy of the artist.

Podremos encontrar otros medios de transporte, después del caballo y del coche, pero tendrán que venir acompañados de toda una mitología y de unas formas artísticas que puedan darle una dimensión más allá de su utilidad y practicidad. Difícilmente podrán ser estas el cine y la fotografía. El coche ha pasado ya a esa selecta lista de objetos cargados de polisemia, brillantes como joyas, personajes de ficción, literarios, símbolo de riesgo y confort, de lujo y de aventura, de conceptos opuestos y contradictorios entre sí, pero es que el coche es un símbolo de un tiempo contradictorio en sí mismo, que procura hacer máquinas tan seguras que puedan matarnos más jóvenes, más rápidamente, más espectacularmente, y más democráticamente. Y es que se puede morir igual conduciendo cualquier coche, de cualquier color, en cualquier lugar del mundo. Esa igualdad, tan de nuestro tiempo, es también parte de su atracción y de su belleza. Sin duda una atracción fatal.

Hoy a los ladrones de coches no se les aplica la pena de muerte, se justifica por la existencia del transporte público, pero si se les colgase de la primera farola que se encontrase disponible seguramente la sociedad lo comprendería.