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¿Quieres jugar conmigo?

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Hiraki Sawa. Going Places Sitting Down, 2004. Courtesy of James Cohan Gallery, New York.

Dicen que la vida es un juego. Sin embargo, no hay que tomársela como un juego, hay que vivirla seriamente. Porque los juegos no parecen que sean lo suficientemente serios. Son cosas de niños. Tal vez por eso el juego, los juguetes, están asociados inevitablemente a la niñez, a una situación temporal en la que la imaginación, la ensoñación, la credibilidad e incluso una cierta inocencia, son permitidas e incluso obligadas. Cuando los adultos buscan un descanso en ese agobio de obligaciones y responsabilidades y se intentan distraer, hacen deporte, juegan al golf, juegan a los bolos, a las cartas o a la ruleta, o juegan a la bolsa. En una sociedad como la actual en la que la niñez va perdiendo aceleradamente su condición similar a la de un limbo aquí en la tierra, en la que los niños de África juegan al juego de la guerra, las niñas asiáticas son juguetes sexuales, los adultos ya tienen permiso para jugar. Porque el juego se va asumiendo también, poco a poco no sólo como distracción, sino como riesgo.

Dicen que la vida es un juego. Sin embargo, no hay que tomársela como un juego, hay que vivirla seriamente

Entonces, la vida es el único juego que todos jugamos, aunque las reglas no estén suficientemente claras para todos, incluso sean diferentes para unos y para otros. Lo cierto es que hayamos sido ricos o pobres, felices o desgraciados, nuestra infancia nos marca lo suficiente para que siempre recordemos aquella muñeca de plástico que a veces era nuestro hermano y a veces nuestro hijo, al que castigábamos cuando no se comía la papilla y al que vestíamos y lavábamos aprendiendo el juego de ser madres. Mientras los niños, y alguna niña infiltrada de dudoso futuro, construían ferrocarriles, ciudades, edificios, fuertes… los indios y los americanos en aquellas mañanas sin colegio en las que la cama de nuestros padres era el salvaje oeste, y otras veces una balsa a la deriva en un mar lleno de tiburones. La imaginación llega a acelerar el corazón ante el peligro irreal, perfilado en el juego de la ilusión.

Jugábamos con juguetes, soldaditos de goma, muñecas de plástico, pero también con cuerdas y gomas que saltábamos en unas olimpiadas infantiles con música, y con clavos que ocultábamos de nuestras madres y con los que marcábamos un territorio tan pequeño como los pisos que hoy habitamos…. Y así íbamos creciendo y al final, después de la bici, incluso antes, empezamos a jugar con nuestros cuerpos, saltando al “burro”, jugando a la “gallinita ciega”, al escondite… y, como no, a los médicos. El enfermo y la enfermera, el medico y la paciente, un juego que nos acercaba al sexo, a otra ilusión, la del deseo y el amor. Y jugando, jugando se nos acabó la infancia por más que quisiéramos agarrarnos a ella, angustiados porque sabíamos que con la infancia se nos iba el permiso para soñar, la inocencia y la posibilidad de jugar con riesgos menores, con las chapas o las canicas como única prenda que perder. A partir de ahí los juegos serían otros.

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Slinkachu. Roadworks, 2006. Courtesy of the artist.

El juego es eterno, crece con el hombre universal igual que ha crecido con cada hombre individual. Los museos de arqueología están llenos de herramientas pequeñas, de juguetes, de elementos deslavazados de casas para muñecas, de tazas y platos con los que las niñas romanas, griegas, egipcias jugaban a las comiditas. Los museos de pintura, los de Bellas Artes, se van vaciando, como lugares de seriedad y conocimiento, de belleza y cargados de una mitomanía religiosa, no aceptan fácilmente el juego entre sus motivos. Los niños de los cuadros aparecen serios, no en vano son futuros reyes y reinas, a veces incluso ya aparecen disfrazados de tales, jugando a ser lo que serán.

Se les permite, como mucho, una lacia muñeca, un perro de compañía. Con el surrealismo, con las vanguardias se recupera el juego, pero son los adultos los que juegan. Suelen ser juegos terribles, con una gran capacidad para la ilusión, para la imaginación y para una incierta perversión. No hay inocencia en estos juegos sino la reconstrucción de una memoria, en la que el juguete se convierte en fetiche, y en la que muchas veces se intenta exorcizar una infancia dolorosa. Es el momento en el que el psicoanálisis aparece, y no en vano el arte se aprecia a sí mismo como una herramienta de autoconocimiento.

Con el surrealismo, con las vanguardias se recupera el juego, pero son los adultos los que juegan

El arte actual se mueve en unos límites ya prácticamente borrados de tanto cruzarse. Así, también, puede ser solemne e irónico, brutal y dulce, melancólico o psicoanalítico. Igualmente puede reconstruir una matanza o un jardín de infancia. Pero es evidente que la figura del muñeco, del monigote, la idea del juego, tanto infantil como para adultos está ya presente de una manera abiertamente natural. A veces para reírse del propio arte (como Joachim Mogarra con los pitufos) u otras veces para reírse de nosotros mismos (Laurie Simmons y sus ventrílocuos), pero sobre todo para exponer públicamente nuestras obsesiones, lo peor de una sociedad humana en la que el juego puede ser sangriento y los muñecos puras prótesis sexuales (McCarthy y Sherman). A veces los artistas retoman los juguetes característicos de la infancia para reconstruir una narración diferente, otra simplemente eligen al objeto juguete como un elemento con una doble identidad, en el que la perversión está latente, y la mirada del artista le quita su disfraz de inocencia. El artista vive, se acuesta con la Barbie, va en coche con ella; no sabemos si retrocede a la infancia o rescata el sex simbol de las niñas en una pareja real…mente imposible en una narración de una tipología de vida que así pone en evidencia toda su irrealidad. Levinthal juega con sus muñecos a indios y vaqueros, también a guerras modernas, aislando sus soldados, sus vaqueros en un mundo sin referente externo, sumergiéndonos en una ilusión creada con luces, contraluces y sobre todo con nuestro deseo de ser ilusionados. Y así, unos y otros, rescatan sus memorias, juegan con muñecas, juegan a buenos y malos, juegan sobre todo con su imaginación.

El mundo de la ilusión, el de una narratividad libre, el arte por excelencia es el que indaga y se sumerge en ese terreno. Liliana Porter entra en él dándole vida a sus muñecos y deslizando el hilo sutil de sus memorias por la presencia de objetos de adorno, del kitsch cotidiano. Nos demuestra así, que podemos jugar con todo. Que los alfileres de colores, los juegos reunidos, la oca… son todos juegos en los que para jugar hay que salirse de una realidad concreta en la que vivimos, y que por eso el juego nos resulta siempre un mundo infantil, lejos de la realidad de los adultos. Porque los adultos juegan con otros muñecos, e incluso para jugar con la Barbie la tienen que dotar de herramientas sexuales. Las muñecas de los hombres son hinchables, el juego del dolor y de la sangre, y en vez de jugar a los médicos parece que juegan a los cirujanos. Pero ahora hay muchos más juegos y muchos más juguetes, pero el mejor juguete para los adultos es el sentido del humor, la ironía, imprescindible para que podamos seguir imaginando un choque automovilístico protagonizado por unas salchichas. El mundo del arte es inevitablemente el mundo de la imaginación, el de la ilusión, sea esta inocente o perversa. Y es en ese lugar donde el juego, el elemento lúdico, la desvergüenza, la provocación, el juego, surge y se implanta.

Juguetes como trofeos y juegos como oasis para seguir siendo gamberros, para ilusionarse y para vernos reflejados en espejos que nos devuelven una imagen deformada de nosotros mismos. El juego forma parte de nuestras vidas como el lenguaje y los deseos. Y podemos jugar solos, que es algo así como hablar solo, como hacer sexo con uno mismo. O podemos jugar juntos, mantener una conversación, enamorarnos y jugar a los médicos. En el arte todo está compartido, jugamos todos, y no siempre se gana o se pierde, porque al jugar todos ganamos. Esta revista es una invitación a jugar, a soñar y a recordar, y también a plantearnos cuáles son los juegos que podemos todavía jugar, a los que no querríamos volver nunca más, y en definitiva una invitación a seguir jugando. Siempre. ¿Quieres jugar conmigo?

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Duane Michals. Cavafy Cheats Playing Strip Poker, 2004. Courtesy of Pace/MacGill Gallery, New York.
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Mike Kelley. Harem #1. Squeeze Toys, 2004. Courtesy of MUMOK, Vienna.