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Objetos cotidianos

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Victoria Encinas. Razonamiento doméstico, 1999 Cortesía de la artista

Vivimos rodeados de objetos. De cosas de todo tipo, desde el simple vaso de plástico hasta el más sofisticado ordenador. Son cosas que sencillamente nos acompañan durante nuestra vida, unos compañeros de viaje que a veces se aferran a nosotros, o nosotros a ellos, durante más tiempo del que nadie hubiese imaginado. En otras ocasiones son cosas insignificantes en las que apenas reparamos, que no ocupan nuestra cabeza ni nuestras manos más tiempo del imprescindible, apenas unos segundos, apenas nada. Prácticamente no existen. Forman ese paisaje cotidiano e inevitable que define no solamente nuestra cultura y nuestros hábitos, sino a nosotros mismos. De alguna forma nuestra relación con ellos es tan aleatoria como la que mantenemos con las personas: algunas forman parte de nuestras vidas sin saber bien por qué, otras solamente nos acompañan un corto período; unas nos gustan con locura, las deseamos, queremos, al menos, tocarlas; otras sin embargo nos repugnan, no nos apetece acercarnos a ellas, intentar entenderlas. Así de injustos pueden ser los sentimientos, tanto que se asemejan a los caprichos. Mantener los antiguos interruptores de la casa a pesar de las innovaciones en casi todo lo demás; ese sillón que supera mudanzas y cambios de decoración como si no pasara nada. Unos sobreviven y otros directamente son suicidas de las formas.

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Aziz+Cucher. Plasmorphica Still Life #7 and #8. 86 x 127 cm each. Courtesy of the artists and Henry Urbach Architecture, NYC
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Nuestro entorno es reconocible y puede ser amable o invivible gracias a las cosas que lo habitan. Si de repente algo cambia de lugar o desaparece, su ausencia es casi tan visible como su cuerpo lo fue hasta entonces. No cabe duda de que en ocasiones mantenemos con esas pequeñas cosas auténticas relaciones de amor o de amistad… o de odio. Tal vez sea ese carácter simbólico que le otorgamos a ciertos objetos, en virtud de quien lo poseyó anteriormente, de su origen, de una asociación sentimental. La memoria es esencial para crear esos afectos y vínculos. Hay cosas que mantenemos en nuestra memoria aunque hayan desaparecido y cuando vemos algo parecido una sonrisa un tanto estúpida asoma a nuestras caras. Pero, sobre todo, cada cosa es testigo de una pequeña historia, de un momento determinado que revive en su presencia. Como testigos de nuestras particulares y vulgares historias cada objeto que hemos tenido, que nos ha acompañado durante cualquier espacio de tiempo, se convierte en algo mas que un cenicero ya cuarteado o que una taza de café viuda y huérfana en un juego de café menguado en mil batallas de media tarde.

Personajes anónimos viven a través de nosotros como en una proyección espacial. No sabemos si tienen vida propia cuando nosotros no estamos presentes. Protagonistas centrales y egoístas de todas las historias creemos que sin nosotros no hay argumento, aunque el arte en todas sus facetas, desde la literatura hasta el cine, nos demuestra persistentemente que no es así. La arqueología nos ha enseñado que nuestra historia se reconstruye a partir de sus restos. Los juegos, las joyas, las vajillas de los primeros hombres han sobrevivido, un tanto maltrechas y menguadas, al paso del tiempo. No así el hombre, que ve reconstruida su historia, o tal vez otra, a partir de una taza medio rota, como si le estuvieran leyendo los posos del café en cualquier restaurante moderno.

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Olivier Richon. Allegory of Taste -with lemons 2002-2003. C-type print, 75 x 100 cm Courtesy of the artist

Es así que las cosas que nos rodean, esas pequeñas cosas que creemos insignificantes o esenciales, viven a pesar nuestro. Son ellas las que hablan de nosotros, las que nos conforman. Las hay vulgares y aburridas, en serie y originales, con personalidad (aunque haya cientos iguales pero sin ese toque especial) y del montón. Y no sabríamos, o mejor aún, no nos pondríamos de acuerdo en cuáles son unas y cuáles son otras.

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Victoria Encinas. Sin título. 2001. Cortesía de la artista

La diferencia entre lo cotidiano y lo exótico, lo extraño, es solamente una cuestión de lugar. Depende desde donde se mire y se catalogue. Lo que a los habitantes de una tribu hutu en África profunda les puede parecer cotidiano es absolutamente desconocido y exótico para un ciudadano de Hamburgo, por poner solamente un ejemplo disparatado. Pero no tan disparatado sería decir que si para cualquiera de nosotros un computador personal es un objeto, una herramienta de trabajo, totalmente cotidiano para nuestros padres no deja de ser un avance tecnológico característico de una oficina.

¿Son las herramientas de trabajo objetos cotidianos? Sin duda unas tijeras son algo cotidiano para todos, para el sastre y para el jardinero, pero ¿son las mismas tijeras? Y la comida, el mobiliario, la ropa con que nos vestimos, ¿alcanzan la categoría de objetos? ¿Son cotidianos? En el mundo de los objetos existen también las categorías e incluso en el concepto de lo cotidiano las escalas sociales y estéticas son prácticamente insuperables.

Esas pequeñas cosas nos rodean hasta a veces abrumarnos. En ocasiones su abundancia o su escasez marcan parte de nuestra libertad. Llegan a ser una obsesión y es entonces cuando se plantea una rebelión contra lo cotidiano, un intento de salir de ese círculo invisible que trazan a nuestro alrededor. Romper un plato, tirar la loza al suelo y hacerla polvo, arrancar las hojas a un libro, deshacernos de tantos regalos y recuerdos insoportables… es parte de una liberación que nos incita a la renovación. Una liberación en la que los objetos cotidianos se convierten en herramientas de una catarsis individual.

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Bernhard Prinz. Sprachregelung, 1991 serie Stilleben, 1983-1991. Cibachrome, 64 x 84 cm Cortesía Galerie Bernhard Knaus, Mannheim

Las cosas son lo que son, sencillas pero constantes, tercas en una existencia silenciosa, y a veces misteriosas cuando su contexto es alterado, enigmáticas cuando sirven como testigos mudos de escenas insospechadas, cuando son una llave que nos abre la puerta de mundos desconocidos, paralelos a los nuestros, de los que están apenas separados por unos hilos que trenzan una cortina sutil e invisible y que cuando se rompe dejan a la vista lo más oscuro, lo desconocido, esa otra parte de nosotros mismos y esa otra parte de la sociedad que nosotros hemos construido. La capacidad simbólica de cada objeto está definida en parte por diccionarios y manuales y, también, por una tradición popular que nos dice que un espejo roto son siete años de mala suerte, pero en la realidad cada objeto es una clave privada para acceder a un mundo de significados en parte pactados con anterioridad por su propietario o culturalmente por un sector cultural determinado. Desde los materiales a las formas, desde el diseño hasta la economía, los objetos van dejando poco a poco de ser tan simples, tan cotidianos, para convertirse en factores determinantes de clase, cultura, personalidad, de quién y cómo somos.

Cada cosa, como cada olor, guarda su especial perfume, un olor de infancia, de aventura, de enfermedad, de deseo, como los lugares, como las personas. Todas las cosas viven y han vivido y luchan por sobrevivir no sólo en la realidad sino en nuestra memoria, se trata de una lucha imposible aparentemente.

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Ángel Marcos. La Chute, 63 (detalle). 2002. Inject sobre cristal, cristal y acero, 45 x 60 x 60 cm. Cortesía del artista
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Irving Penn. Cigarette Nº 17, New York, 1972. Platinum-Paladium Print. Courtesy of Condé Nast Publications, Inc.

La vida de esos objetos aparentemente insignificantes que nos rodean no está tan supeditada a nosotros como pudiera parecer. No se trata solamente de que muchos de ellos nos sobrevivan físicamente y se conviertan en “nuestras cosas”, una herencia automática, sino de todas aquellas cosas que temporalmente usamos, con las que convivimos un verano, un viaje, en un hotel, durante un tiempo concreto y con un fin determinado, pero que antes y después de nosotros han servido para otras personas, para otros usos. Usos que, nos podríamos sorprender, no son siempre los mismos. Ese rechazo a las cosas usadas, a la ropa de segunda mano, a las casas amuebladas… es en definitiva una especie de aversión, entre miedo, inseguridad y náusea, a que usando la ropa de otro hombre, ocupando su casa, bebiendo en su vaso, ocupemos parcialmente un lugar ajeno, vivamos, aunque sea en ráfagas, una vida que tampoco es la nuestra.

Todos creemos que somos nosotros los que escogemos a las cosas y tal vez, ¿por qué no?, pudiera ser que fueran las cosas las que nos escogieran a nosotros. Que al comprar una vajilla, un jarrón, una mesa, ellas fueran las que entre tantos clientes, tantos mirones, nos eligieran a nosotros para compartir su vida, un espacio de su vida, con nosotros. Porque, por lo general, las cosas siempre nos sobreviven.