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Nosotros, los durmientes

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Fotografía de Magnus Wennman de una niña con un oso de peluche.
Magnus Wennman. Fatima, from the Where the children sleep series, 2015-ongoing. Courtesy of the artist. @magnuswennman

Una de las torturas más terribles es impedir que el preso duerma. Impedir que descanse, que cierre los ojos y se aleje de la realidad horrible que está sufriendo. Impedir que salga de su cuerpo mientras este se relaja y vaya a otro lugar, que pasee con sus hijos, se bañe en el río cerca de su casa de la infancia… todas esas maravillas que tal vez nunca sucedieron pero que revivimos en los sueños. Igual que, muchos años después, esas víctimas de tortura soñarán que no pueden dormir. Parece ser que, entre los suicidas, una gran mayoría sufre de insomnio crónico. Dormimos aproximadamente un tercio de nuestras vidas, con suerte soñamos con frecuencia diaria, aunque no recordemos lo que hemos soñado la mayoría de las veces, varios sueños por noche, sueños largos y cortos en los que podemos ser el príncipe, la princesa y el dragón sin ningún prejuicio ni problema. Sin embargo, el sueño supone haber llegado al descanso profundo, a ese estado de no consciencia absoluto, en el que navegamos por mares, hacemos lo que nunca haremos despiertos, incluso puede ser que seamos felices. No lo sabremos nunca. Lo que sí se sabe es que sin esos sueños no descansaríamos. No se trata solamente de un recurso poético, dormir, soñar, es uno de los temas médicos que los investigadores estudian con más interés y con más desconocimiento.

Dormir es morir un poco. Esa frase tan querida por los románticos nos recuerda nuestra ausencia de este mundo cuando estamos dormidos. Estar despierto es estar alerta, en guardia, atento, estar vivo, despierto. Dormir es descansar, relajarse, no ser, tal vez, sí, morir un poco, y resucitar cada mañana. Solo hay que ver que plácidamente duermen todas las personas cuyas imágenes mostramos en las siguientes páginas.

Todos dormimos y todos soñamos y, tal vez, ese sea el único tiempo en el que todos somos iguales, aunque no lo sepamos

Nuestras calles, las de todas las ciudades, cada vez resguardan y exponen a las miradas de todos a más personas que duermen en portales, parques, entradas de bancos. Personas que no tienen casa. Pobres, emigrantes, desahuciados, personas que creemos que no son como nosotros, gente que ya no tiene nada, que tal vez nunca tuvo nada, y que acarrean con ellos esas mantas, tal vez una maleta con sus pocas pertenencias. Personas, hombres y mujeres de todas las edades y orígenes, que hacen de un cartón su techo y de unos periódicos su edredón nórdico. Viven debajo de puentes y duermen donde pueden, en espacios abiertos al cielo y a las estrellas, a la lluvia y al frío. Son esos ciudadanos que no tienen ni cama ni derechos, pero que duermen como nosotros y en sus sueños son iguales al resto de la humanidad. Pero todos dormimos. Los niños y los ancianos duermen más, tal vez porque la mayoría de las veces no tienen otra cosa que hacer nada más que esperar agazapados en sus sueños abstractos, o esconderse del miedo a la muerte, de la tristeza de la vida esperando el sueño definitivo. Todos dormimos y todos soñamos y, tal vez, ese sea el único tiempo en el que todos somos iguales, aunque no lo sepamos.

Porque ni todos ni siempre dormimos en una cama. Nos quedamos dormidos cuando viajamos. En el tren o en el avión. Así se acorta el viaje como si fuéramos en una nave espacial en una cápsula de conservación en el tiempo. Doce horas se convierten en un sueño pesado, apenas nos damos cuenta. También nos dormimos en clase, en las conferencias, hay quien se duerme en los conciertos, en el cine y en el teatro. Hay quien se puede quedar dormido de pie en el metro y, una gran mayoría, se quedan dormidos en las playas, tomando el sol, desnudos o vestidos. Con la boca abierta, a pleno sol, seguramente más por la sensación de placidez que por cansancio.

Mientras unos duermen cara al cielo en playas o parques, otros se cubren como momias y se envuelven, aunque haya cuarenta grados a la sombra

Podemos creer que los fotógrafos que reunimos en esta revista hoy son unos indiscretos que buscan a las personas que duermen como quien busca un trébol de cuatro hojas, pero no. Si observamos a nuestro alrededor, veremos durmientes por todas partes. Personas y animales duermen y sueñan: perros, gatos, y hasta pájaros o ardillas. Los peces, por cierto, también duermen. No hay que esforzarse, solo mirar. Los estudiantes duermen en las cafeterías, apoyados en el libro de texto o detrás de la pantalla del ordenador, los niños en el aula escondiéndose detrás de un compañero, los jubilados con el periódico en la mano, las señoras en la peluquería… En cuanto a la multitud de personas que duermen en la calle, a veces familias enteras, una gran mayoría lo hace por necesidad, pues no tienen ni casa ni dinero para pagarse una pensión, y esa es la peor cara de estar despiertos. Pero hay muchos que duermen un rato en un banco, jóvenes que duermen en sus sacos de dormir mientras viajan, en el suelo de las estaciones, en los parques. Y según dónde usted viva se encontrará a pleno sol con gente que duerme en el puro suelo en horas de oficina. Mientras unos duermen cara al cielo en playas o parques, otros se cubren como momias y se envuelven, aunque haya cuarenta grados a la sombra. Algunos vuelven a un mismo lugar, con la idea de sentirse en casa, otros son como nómadas beduinos que recorren las ciudades sin añoranzas ni nostalgias. Somos así, iguales y diferentes. Hasta durmiendo.