La absoluta fascinación del hombre por lo nuevo, por lo desconocido, es el origen mismo del desarrollo, del progreso y de toda esa aventura, no siempre alegre, que ha sido la historia de la humanidad. Fascinación por el fuego, por la primera punta de lanza, fascinación por la primera flecha que puede matar a un enemigo lejano, y sobre todo y cada vez más, fascinación por la máquina, por la tecnología, por el futuro. Porque la máquina es el deseo completo: es lo nuevo, pero es también el símbolo del progreso, y desde luego una especie de espejo para el hombre y, sobre todo, implica un deseo cada vez más cercano de alcanzar la perfección. En la tecnología como en ningún otro terreno el hombre busca la máxima rentabilidad, la belleza completa y la perfección como único objetivo. Cada generación de máquinas es más perfecta. El ordenador, como máquina más desarrollada, es el mejor ejemplo: una máquina con memoria, una máquina que efectúa cálculos mejor que el hombre, cuya memoria es impensable para un ser humano, con una velocidad en sus procesos infinita, una máquina de la que se espera que juegue al ajedrez, nos ayude a guisar, y a la vez dé la hora, que sirva como máquina entre las máquinas. El progreso debe ser esto, una máquina que nos acompañe.
De la máquina, en sus futuras generaciones, se espera que sienta. Es decir, que se parezca al hombre aún más. Pero el cine ya nos ha enseñado que para que una máquina funcione realmente bien, es decir, obedezca a los deseos del hombre, no sólo no debe sentir sino que ni siquiera debe pensar. El cine moderno nos ofrece todas las posibilidades de maquinarias humanas o humanizadas desde 2001: Una Odisea del Espacio (Stanley Kubrick, 1968) hasta Yo, Robot (Alex Proyas, 2004).
Todas estas películas han coincidido en el desastre que se produce cuando la máquina se salta esa sutil barrera del sentimiento, que conlleva deseo de amor, de libertad, de independencia; el derecho a tener un pasado, una memoria, y un futuro, un proyecto, una vida que vaya más allá de la duración. Cuando HAL 9000 decide tomar el mando de la nave en 2001: Una Odisea del Espacio empieza toda una historia de máquinas rebeldes, cuya construcción corresponde al hombre pero que demuestra que máquina y hombre deben evolucionar por caminos separados. David, el niño robot de Inteligencia Artificial (Steven Spielberg, 2001), sólo quería ser como los otros niños, que su madre le quisiera, pero pertenece a una generación de robots que debe ser destruida, nadie le dice que no tiene madre. Los replicantes de Blade Runner (Ridley Scott, 1982), más exactamente los Nexos-6, tienen prohibido el acceso a la tierra pero se rebelan y viajan en busca del “Padre”, del productor (como vemos la familia es más fuerte que el desarrollo tecnológico), en busca de una identidad inexistente, en busca de una respuesta a la pregunta final: “¿Cuánto tiempo tengo de vida?”. ¿De vida o de duración?
Si los Nexos-6 de Blade Runner eran tan egoístas como los humanos, Robocop (Paul Verhoeven, 1987) es producto de un accidente que es aprovechado para poner en práctica una nueva tecnología: crear una máquina en los restos de un hombre prácticamente destrozado. El hombre se hace máquina y se debe alejar de sentimientos, familia, amores, que como robot ya le están prohibidos. Terminator (James Cameron, 1984), Transformers (Michael Bay, 2007), y tantas otras películas han ahondado en una idea que está viva en el hombre desde mucho antes de la creación del primer autómata: la idea del robot, del clon, del cyborg, del ciberesclavo, del siervo mecánico. El guerrero, el policía, el protector, el exterminador, todos los hombres que el hombre quiso ser. La máquina como espejo seductor donde el hombre se mira y sigue asombrándose de su propia perfección y lamentándose de su corta duración.
En otros textos de esta misma publicación se recuerdan una vez más los sueños y los miedos del origen de la tecnología y su plasmación dudosa, plagada de simbolismos y paráfrasis, en la ilusoria modernidad. Pero ni la literatura ni la pintura y mucho menos la poesía han sido el territorio adecuado para el tratamiento estético y moral de la máquina, de la tecnología y todo lo que ésta ha significado de deshumanización, de progreso y a la vez de opresión. La máquina, ese sinónimo de perfección (se dice “eres una máquina”, “trabaja como una máquina”, cuando se alaba el funcionamiento de alguien), ha sido también, sobre todo, de destrucción, como una fría y metálica Penélope que construye de noche todo lo que ha destruido por el día. Han sido la fotografía y el cine los territorios idóneos para desarrollar toda una estética real de la máquina. Con la aparición y el uso de la fotografía se llegaba a un ciclo perfecto: la máquina de fotos. Una máquina que se convertía en herramienta artística. La mirada se había dirigido directa y firmemente al objetivo, nada ya de coches con ropas de mujer ni de máquinas solteras, no, con la fotografía la máquina se convierte en algo real, con suficiente identidad, con un carácter tan definido que ya no hay sitio para suspiros surrealistas ni para ensoñaciones dadaístas. Ni la abstracción, que tanto se ha usado para suavizar los límites más duros de la realidad, ni el hiperrealismo figurativo, que siempre sirvió para ensalzar la realidad más conveniente al establishment, pudieron con la fotografía, que, inmediatamente, comenzó a catalogar, a analizar, a hurgar en las tripas de la máquina, a observar sus usos, a relacionarlos con la actividad del hombre, a servir de documento impagable de una evolución social y estética que obviaba si era más bello un Porsche o una copia en escayola de la Victoria de Samotracia. El futuro había llegado y el viaje había que hacerlo ligero de equipaje y con las ideas claras.
La fotografía se ha dedicado en todos estos años a volver sobre la máquina, sobre su proceso de trabajo, y a ver a esa máquina desde una perspectiva de objeto, de ser, retratado en su todo o en sus partes. Es el cuerpo de la máquina lo que la fotografía disecciona, para, a través de sus órganos y de sus usos, volver a sus formas externas. Cientos de fotógrafos se han dedicado a esto en mayor o menor grado. Miles de imágenes han estudiado la tuerca, las manivelas, las máquinas de tren, los aviones, los engranajes, como un vasto paisaje que sólo el presente nos podía deparar. Más allá de sus vínculos sociales, la atracción de la máquina, con su fría superficie, con su metálica presencia, con su ritmo imparable, con un interior tan mágico como el del propio cuerpo humano, ha sido uno de los temas esenciales de la historia de la fotografía, una historia cuyo origen está marcado, inevitablemente, por el nacimiento de las máquinas, por lo que de alguna manera es también de su propia historia de la que está hablando. El cine, sin embargo, ha trabajado más que una estética, una ética de la máquina. Se ha dedicado a hurgar en el bien y en el mal de los circuitos internos de los robots y se ha obstinado en ver a la máquina como un alter ego del hombre, tal vez como su sucesor.
Porque finalmente, la máquina por excelencia, la única máquina que interesa al hombre es el robot, esa máquina que se tiene que parecer a su creador, como los hombres a su Dios. Y en eso estamos, procurando que la tecnología convierta a la máquina en una suerte de prótesis del hombre, que llega adonde él no llega, más rápida, más inteligente, más capaz, más bella: perfecta.