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Los hombres que odiaban a las mujeres

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Priscilla Monge. Este es un lugar seguro. 2015. Jorge Perez Related Collection, Miami. Foto: cortesía Galería Luis Adelantado Valencia

Las mujeres fuimos creadas de una costilla del varón. No del barro primigenio con las manos de Dios, fuimos creadas para el uso y disfrute del varón, para acompañarle, como una mezcla de mascota, esclava y juguete sexual. Dios no nos insufló la vida con su aliento, eso era solo para los hombres. Siglos más tarde Freud se dio cuenta de que al no tener pene estábamos incompletas, es decir: que éramos diferentes de los hombres y por supuesto inferiores. Porque todo lo diferente al hombre blanco heterosexual es inferior, aunque eso se iría viendo poco a poco a lo largo de la historia de la humanidad.

Una mujer siempre es un peligro y un enigma. Esto explicaría, tal vez, el odio ancestral y profundo que los hombres sienten hacia las mujeres: la misoginia

Esto explica el odio a ese ser que nos da la vida, satisface nuestros deseos, pero sigue siendo una desconocida, tal vez una enemiga. Una mujer siempre es un peligro y un enigma. Esto explicaría, tal vez, el odio ancestral y profundo que los hombres sienten hacia las mujeres: la misoginia. No hay una palabra que defina de igual modo ningún tipo de odio hacia el varón. “El odio más largo de la historia, más milenario aún y más planetario que el del judío es el odio a las mujeres” (André Glucksmann). Todo eso explica que haya miles de mujeres muertas cada año en todo el mundo por sus maridos, padres, hermanos u otros hombres desconocidos. También justifica los millones de violaciones a niñas y mujeres de cualquier edad que suceden continuamente en todo el mundo (aproximadamente diez mientras lee este texto). Explica que ganemos menos por el mismo trabajo, que nos tengamos que encargar de los trabajos con los hijos, los enfermos, y los ancianos, y cuidar de la casa, limpiar, cocinar, de la economía doméstica, de todas las labores de la casa y de la familia y de la crianza, del trabajo en el campo y, por supuesto tener hijos, sobre todo varones para que sus padres se sientan orgullosos, y alguna mujer para que nos cuide en la vejez y haga el trabajo de la casa. También conviene parecer feliz, joven y atractiva, y sobre todo callada. En todo esto la única duda es si las mujeres tenemos alma, algo que los judíos ortodoxos hoy aún niegan oficialmente, y los demás… pues bueno, más o menos.

El voto lo conseguimos con esfuerzo y paciencia. Poco más.

Como planteaba Paul B. Preciado, el problema de la misoginia tal vez no sea solo de los hombres sino de la heterosexualidad como modelo social, cultural y de relación

En los textos siguientes no se habla de nada de esto, ni de los miles de bodas concertadas al año entre niñas menores de 9 años (después de la primera regla ya se pueden casar) con hombres que triplican su edad por lo menos; no se habla tampoco de que el tráfico de personas (mujeres en su mayoría) es el más grande negocio en la tierra, más que el narcotráfico o la venta de armas. Tampoco se menciona el futuro negocio de la procreación por encargo en granjas de mujeres, criaderos para las clases altas. No se habla de muchas cosas porque parece que el humo vuelve a cegar nuestros ojos, y seguimos olvidando que los problemas de clases sociales no son, no debería ser una barrera acomodaticia para las mujeres. Pero aún pesa más la clase que el sexo. Lo que pasa en otros continentes a personas de otros colores, pobres y desconocidos… son guerras distantes, que creemos que no son nuestras guerras. Ese es el gran error. Cualquier mujer en cualquier guerra es nuestro problema.

Hace poco Paul B. Preciado en un texto publicado en un diario español planteaba algo que sorprendentemente podía aclarar gran parte del problema de la misoginia, el problema tal vez no sea solo de los hombres sino de la heterosexualidad como modelo social, cultural y de relación. En un problema que por siglos no cambia, sino que crece, algo falla en nuestros planteamientos para resolverlo. Habrá que cambiar el lugar desde donde miramos. Cambiar el escenario.

Algo parecido gritaban poco después las mujeres chilenas: “el Estado opresor es un macho violador”, “el violador eres tú”. Y las mujeres chilenas, sus madres y sus abuelas, saben de lo que hablan. Tal vez deberíamos hacer algo al respecto.