Desde el inicio de la fotografía, tan confuso como cualquier otro inicio, se la vincula directamente con la pintura. De una manera inequívoca, si es un soporte en plano, si no tiene volumen, si la luz define su existencia, se trata de algo similar a una pintura. Los temas tratados son también esencialmente los mismos de la pintura: paisaje (urbano, sobre todo al principio), naturalezas muertas y bodegones y, según el tiempo de exposición se acorta, retrato. Efectivamente, la fotografía se inicia ocupando algunos capítulos antes ocupados por el dibujo o por la pintura, como la documentación en juicios o la información y seguimiento de las guerras, que dejan atrás al pintor para que su puesto quede en manos de fotógrafos. La documentación de los hechos y las personas, la prensa y la taxonomía, los archivos. Paulatinamente, la fotografía se convierte en un apoyo al pintor en su estudio, sustituye hasta a los modelos, incluso a las salidas al aire libre: se fotografía lo que se quiere pintar, y en el estudio ya se tiene el modelo a seguir. Ciertamente, en la memoria retiniana de los nuevos y de los futuros fotógrafos, según se iban acercando más a la creación artística y se alejaban de la pura documentación, el espíritu artístico se asociaba a la pintura. Las memorias visuales apegadas a nuestro cerebro proceden de la pintura: la lógica del lenguaje genera el término esencial “fotografía pictorialista”. La escultura queda fuera de cualquier vínculo, en primera instancia. Andres Serrano, fotógrafo estadounidense, estudió bellas artes con el objetivo de ser pintor: “quería pintar la sangre, la leche, la orina, el flujo de los líquidos… y me di cuenta de que la fotografía era más real, más fiel, más rápida, que esa era la imagen que yo buscaba y que con la pintura posiblemente nunca hubiera conseguido”.
La mirada es más rápida que el trabajo de taller y los escultores también miraron con curiosidad la aparición de la fotografía y su cada vez más estrecha cercanía con las bellas artes. Para los escultores, la fotografía se convirtió rápidamente en una herramienta esencial para ver con más detalle el movimiento de los cuerpos, los detalles físicos… Pero el escultor siempre ocupa un espacio menor en la historia del arte; mientras todos los ojos miran a la pintura y a los pintores a través de los siglos, los escultores desarrollan un trabajo más arriesgado, más complicado, más diverso. Auguste Rodin (1840-1917), Medardo Rosso (1858-1928) y Constantin Brancusi (1876-1957) son tres ejemplos perfectos de cómo la fotografía se entrelaza con la escultura desde sus primeros pasos, y de cómo la escultura va dejando su impronta en una escuela fotográfica que evolucionará bajo parámetros innovadores.
La fotografía metaboliza sus vínculos con la pintura y con la escultura a través de las décadas, pero no se habla, no existe, de hecho, el término “fotografía escultórica”. En este número de EXIT queremos analizar de una manera somera algunas de las formas en que la escultura está presente en la fotografía, en cómo hay realmente una tipología fotográfica que se podría definir como escultórica. Podríamos establecer tres categorías que se entremezclan en ocasiones, dejando que los límites entre unas y otras sean confusos e híbridos, algo que sucede siempre con los límites y las fronteras. El primero sería aquella fotografía que se hace de piezas escultóricas directamente, realizadas por el artista (escultor y fotógrafo); una segunda sería la que construye un cuerpo escultórico, una pieza tridimensional, que se escapa del plano y adquiere un cuerpo físico, con material fotográfico; y la tercera —y a la que dedicamos casi íntegramente este número de EXIT—, aquella obra fotográfica que desde su bidimensionalidad es una escultura. No son solo fotógrafos, son artistas que se mueven al borde de la frontera entre el plano y el volumen, entre la quietud y el movimiento, entre la fotografía, la escultura y la performance o el baile. Alteran la percepción del mundo como el naturalista que clava una mariposa con un alfiler en un pergamino, o el cartógrafo que realiza un mapa en un papel para decirnos cómo son los ríos y las montañas, los valles y las flores de un territorio: nos muestran en una fotografía la energía, el movimiento y la vida de las cosas y de los cuerpos.
Desde el diálogo que Bernd y Hilla Becher establecieron entre la imagen fotográfica y la arquitectura preindustrial, definiendo una nueva acepción escultórica, la transformación de la iconología de los géneros artísticos ha sido imparable. Catalogaron las imágenes de edificios industriales fuera de uso que realizaron durante toda su vida como Tipologías, y a cada una de las fotografías de estos edificios las llamaron “esculturas anónimas”. Cuando la Bienal de Venecia les concede en 1990 el León de Oro a toda su carrera artística, se lo conceden como escultores, no como fotógrafos. Es en ese momento cuando los paradigmas de la fotografía dieron un salto conceptual en el tiempo y en el espacio. En las siguientes páginas, además de algunos fieles alumnos de los Becher, encontramos a otros artistas que siguen forzando el desarrollo formal de la fotografía y de la escultura a la velocidad de la luz. Algo que todo el mundo sabe que es esencial para la creación de una fotografía.