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Familia feliz

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Elliott Erwitt. USA, 1962. Cortesía CONTACTO MAGNUM, Madrid

Se trata sin duda del origen. Efectivamente, la familia es el punto de partida, el origen de cada uno de nosotros. Explica y justifica quiénes y cómo somos, y no solamente en los aspectos biológicos y físicos, sino en aquellos otros, de conducta y hábitos, más significativos socialmente. De dónde venimos marca casi inexorablemente hacia dónde vamos. No es un destino, es una herencia.

Se trata de la institución más antigua de la humanidad, reproducida y desarrollada en todas las religiones, en todas las culturas, en todos los climas, por todas las razas. Incluso más allá de lo que consideramos humanidad, en el mundo animal también existe con parámetros similares. Una institución sin duda cuestionada, alterada, evolucionada y ‘tuneada’, que cada uno intenta modificar para que se ajuste mejor a una realidad concreta. Y, efectivamente, la familia occidental de hoy varía de la familia tradicional, como más adelante leeremos; hoy en día hay familias con dos padres, con dos madres, con un solo padre/madre, con hijos adoptados en lugares remotos, con hijos de diferentes y consecutivas parejas… pero todo esto que puede alterar el significado social de la familia no cambia el concepto esencial, lo que define a una familia. Para algunos la familia es algo parecido a una patria, tal vez la auténtica patria: define una pertenencia a un grupo similar; similar en intereses, en apariencia, de la misma sangre y con las mismas costumbres. Un punto de referencia en una historia corta y personal. Un lugar al que volver, con unas personas que son parte de ti como tú eres parte de ellas. Siguiendo esta línea sentimental, muchos son los que opinan que lo que une a una familia es el amor más que la sangre o las leyes. Esto justificaría, como siempre que la palabra amor aparece, cualquier cosa.

La familia es el punto de partida, el origen de cada uno de nosotros. Explica y justifica quiénes y cómo somos, y no solamente en los aspectos biológicos y físicos

Pero en la familia, tal y como la conocemos, tal y como todos la padecemos, no solamente hay amor. Muchas veces hay otras muchas cosas excepto amor. Hay sobre todo jerarquía. Porque no olvidemos que hablamos de una institución socialmente aceptada y apoyada, es decir de un sistema de control del individuo en sus aspectos más privados. La familia es la que mantiene y transmite una religión, unas costumbres sociales, unos ritos, una ideología. Y es también el origen de prácticamente todos los traumas, miedos, carencias y prejuicios que marcarán ya para siempre nuestras vidas. Si aceptamos algo que parece ya incuestionable, como es que la personalidad de un individuo está formada, en su mayor parte y sobre todo en los aspectos esenciales, a la edad de 7 años, entonces queda evidente que la personalidad de la gran mayoría de los humanos se forma en el seno de la familia. Una gran responsabilidad que se reparte irresponsablemente entre una población que accede al sexo y a la capacidad reproductiva sin demostrar madurez ni preparación para la gran responsabilidad que tendrán que asumir.

Barbara Kruger. Untitled (Endangered Species), 1987. Courtesy Monika Sprüth / Philomene Magers, Cologne / Munich

En la familia se originan los malos tratos, las taras sexuales, la ansiedad y la insatisfacción, la sensación, inquebrantable para siempre, de no ser amados, y se conforman los modelos paradigmáticos del otro, del hombre, de la mujer, de la vida en pareja, del amor, de las relaciones y, por supuesto, de la propia familia. Recientes estudios demuestran que los hijos criados en familias violentas, donde hay malos tratos a la madre o a los hijos, repiten casi sistemáticamente esos malos tratos en sus propias familias: es el ejemplo, lo que para ellos es normal en una relación. Se podría decir que, por la misma regla, la gran mayoría de familias que no son violentas ni dan mal ejemplo a los hijos deberían ser una auténtica industria de familias felices. Pero sólo hay que guardar unos minutos de silencio y pensar cada uno de nosotros en nuestras infancias, seguramente más felices que la de otros muchos, pero seguramente también llenas de autoritarismo, de prohibiciones, de reglas incongruentes, de una tiranía sólo justificable en un entorno privado, familiar, ajeno a cualquier control exterior.

Mario de Ayguavives. Familia Feliz nº 1. 2004. Fotografía sobre papel de poliéster, 90 x 120 cm. Cortesía del artista

Cuando se cierran las puertas de un hogar, lo que pasa dentro no se sabe nunca. Podemos conocer versiones, podemos sentir las secuelas, pero la realidad de una estructura opresiva que se centra en el control de los hijos, en el reparto de papeles entre la pareja, en el mantenimiento de un orden que surge casi sin que nadie lo pretenda y al que todos están sujetos, sólo genera violencia en muy diferentes niveles, tapado con capas de amor, de necesidad, de orgullo. No creo que los nuevos modelos de familia ‘reconstruida’ (es decir, reconstruida con los restos de naufragios de intentos anteriores) ni de familia monoparental (en la que uno solo debe asumir las tareas de dos, de un equipo), solucionen los males esenciales, formativos de la familia. Tampoco creo que haya ninguna diferencia en el trato que le se pueda dar a un hijo engendrado o adoptado, a los dos igualmente se les querrán imponer unos estudios, unas normas de conducta, morales, de obediencia, incluso de amor y fidelidad similares.

Siempre me ha llamado la atención que en los restaurantes chinos haya un plato llamado Familia feliz. Un plato sin sabor propio en el que encontramos carne, verduras, pollo e ingredientes muy dispares. Con el tiempo le he encontrado cada vez más parecido a lo que consideramos una familia: un cúmulo de elementos diversos que, juntos, pierden identidad para conformar una mezcla insípida pero que sirve para llenar el hueco de una elección mejor.

La experiencia nos ha enseñado que no hay familias felices, que puede que no haya familias absolutamente terribles, es decir, que hay posibilidades de sobrevivir a la familia hasta que consigamos crear una propia y en ella sucumbamos a todos los errores y defectos de los que huíamos. Porque, finalmente, la eterna perpetuación de la familia es la consagración en una esfera privada de los famosos quince minutos (nunca supe si eran diez, cinco o quince efímeros minutos) de gloria a los que, según Warhol, todos tenemos derecho. La familia permite que el hijo díscolo y mal estudiante sea un padre controlador, que la hija que nunca ayudaba a su madre se convierta en una obsesa de la limpieza. Todos los hijos se pueden convertir en padres y ahí radica el gran secreto de la familia, un espíritu silencioso y eficaz de un cierto tipo de venganza disfrazada de autorrealización.

Más que una institución parece una prueba de laboratorio, la familia es un auténtico matraz de posibilidades de relaciones humanas. Una suerte de Gran hermano en pequeño formato, privado y a domicilio: una mujer y un hombre que proceden de hogares diferentes, con estudios e intereses distintos, se encierran en una casa y tienen hijos, a veces conviven permanentemente con otros miembros de las familias anteriores de cada uno de ellos (hermanos, madres, padres, primos…), pero siempre son visitados y controlados por esos parientes ajenos que salen de sus pequeñas mazmorras temporalmente. Y siempre tenemos a los vecinos, una especie de espectadores, a los que hay que dar siempre la cara amable, para conseguir el título de familia feliz.

La imagen que el arte actual, esencialmente la fotografía o el vídeo, ofrecen de la familia no es ajena a este entramado de problemas y circunstancias. Los artistas nos cuentan casi siempre sus propias biografías, no siempre violentas, pero cada una cargada de emotividad, de dolor, de insatisfacción; historias que podrían ser la nuestra si tuviéramos la habilidad de saber contar historias a través de las imágenes. Un subgénero esencialmente narrativo que tiene dos direcciones: los padres retratando a sus hijos, o los hijos, cuando ya son mayores, reflejando la decadencia, la historia de sus padres. La ilusión y el desencanto en dos formas de ofrecer la imagen de una familia. En vídeo o en imagen fija, los artistas actuales nos ofrecen un espejo, tal vez excesivamente duro, en el que reflejarnos. La dureza de algunas imágenes puede chocar con la aparente banalidad de otras, dependiendo de la mirada, de la experiencia personal y de las intenciones del artista. Pero tal vez aquí encontremos más rasgos de realismo y de narratividad que en cualquier otro tema abordado por el arte.

Ana Torralva. La familia Fernández. La Unión, 1996. 100 x 120 cm. Cortesía de la artista

Queramos o no, todos tenemos familia, y a ninguno nos parece extraño, lo hayamos vivido o no, cualquier cosa que nos cuenten estos artistas de unas familias extrañas, ajenas, con un lenguaje directo, íntimo y a veces excesivo. Como excesiva es siempre la vida privada, ese círculo íntimo en el que puede suceder lo inexplicable.

Tal vez en la vida sea como en los restaurantes chinos: cuando no sabemos si queremos pato, o no podemos pagar las ostras, nos quedamos con la Familia feliz. A fin de cuentas, si todo el mundo lo pide y lo come, no puede ser tan malo.