Esta famosa frase resume el espíritu aventurero y elegante de los exploradores británicos del siglo XIX, y de alguna manera es parte de la leyenda de esos hombres blancos que andaban por la selva como por su casa. David Livingstone (Escocia, 1813-Zambia, 1873) médico, misionero y explorador, llevaba seis años en África, los últimos dos sin dar noticias de su paradero. El New York Herald organizaría una exploración en su busca, 20.000 dólares de 1870, lo que nos da una idea de la importancia social de la aventura y la exploración en la época. Henry Morton Stanley (Gran Bretaña, 1841-1904) dirigía la búsqueda, y el 10 de noviembre de 1871, 296 días después de iniciar la búsqueda en un continente de más de 30 millones de kilómetros cuadrados, se encontró con un delgado y enfermo hombre blanco en Ujiji, una pequeña aldea junto al lago Tanganika. “El doctor Livingstone, supongo” fue la pregunta afirmación con que supuestamente saludaría al hombre que luego acompañaría en la exploración del lago Tanganika durante un año. Livingstone no volvería a Gran Bretaña nunca más.
Esta pequeña historia nos sirve para situarnos en una época muy diferente a la actual, sin geo localizadores, sin aviones, sin telecomunicaciones. La aventura era otra cosa. Posiblemente una fiebre que envenena el alma. Como Joseph Conrad escribe en boca de Marlow en El corazón de las tinieblas: “Quien escucha el llamado imponente de la selva será inevitablemente destruido; enloquecerá o morirá de mala manera. La Oscuridad se vengará de cualquier transgresión que alguien cometa en sus dominios”.
Los artistas siempre tuvieron en estos aventureros y sus aventuras un motivo para crear, para prolongar en la ficción, con sus obras, las aventuras reales y soñadas.
Aventureros, exploradores y náufragos. Vividores, curiosos y fotógrafos. Porque muchos de ellos vivieron junto a una máquina de fotografía sus viajes y sus sueños, otros los escribieron para nuestra imaginación, para nuestra envidia y para nuestra supervivencia en un mundo cada vez más alejado de la aventura individual y solitaria.
Los artistas siempre tuvieron en estos aventureros y sus aventuras un motivo para crear, para prolongar en la ficción, con sus obras, las aventuras reales y soñadas. Si los exploradores y los aventureros han construido, ampliado, y detallado los mapas del mundo, extendiendo la civilización más allá de las estrellas; los artistas, escritores, fotógrafos y otros, las han puesto imágenes, palabras y nos las han ofrecido y comentado, haciéndonos partícipes de todo lo nunca visto. Por tierra y mar, y cuando la tierra parecía haberse acabado, hacia las estrellas. Hacia ese lugar que llevamos mirando desde el origen de la humanidad.
La aventura y sus héroes románticos, los mares profundos y lejanos, salvajes como las selvas y las junglas que ocultan los tesoros y miles de formas diferentes de muertes. Y pocas cosas más románticas que un naufragio, la aureola de la pérdida, de la desaparición. “Es sabido de todos los marineros la cantidad de monstruos en que hierven los mares” (Pablo Soler Frost, La Mano Derecha).
El náufrago es la figura romántica del héroe por excelencia, el que lo pierde todo dos veces
El náufrago es la figura romántica del héroe por excelencia, el que lo pierde todo dos veces. El mar se ha tragado a miles de aventureros. La vida en el mar define el valor de un hombre (“Hay trabajos que convierten a quienes los realizan en una casta aparte” Pablo Soler Frost, La Mano Derecha). La vida en un barco durante meses hace que cuando están en tierra sean vagabundos errantes que añoran su casa, cualquier barco, y su patria, el mar. Siempre de forma silenciosa porque “¿quién más silencioso que un marinero?” (Pablo Soler Frost, La Mano Derecha)
No hablamos del mayor naufragio de la historia, el del Titanic, en el que murieron 1.514 personas de un total de 2.223 entre pasajeros y tripulación. Fue en la noche entre el 14 y 15 de abril de 1912, en su primer viaje. Como siempre entre un error y un contratiempo, la mala visión, el mar, siempre el mar como fuente de peligro. Hablamos del naufragio como figura literaria. El mar como último refugio para los fugitivos, para los que ya no tienen futuro. El último lugar del mundo, la última cita de los desesperados.